martes, febrero 28

El tejo furtivo de Morelli

"Leyendo el libro se tenía por momentos la impresión de que Morelli había esperado que la acumulación de fragmentos cristalizara bruscamente en una realidad total. Sin tener que inventar los puentes, o coser los pedazos de tapiz, que de golpe hubiera ciudad, hubiera tapiz, hubiera hombres y mujeres en la perspectiva absoluta del devenir. " (Rayuela - Capítulo 109)

Desde este párrafo que pertenece a la famosa novela de Julio Cortázar, me veo conducido a los conceptos creativos del impresionismo, movimiento pictórico de fines del siglo XIX, según los cuales el sensualismo enfrenta al intelectualismo realista; la intuición personal y la libertad de expresión. En el punto justo donde el ojo compone la impresión del paisaje o de la escena, los jirones de colores, los puntos, rayas y manchas se arman en una sensación focal, virtual y dinámica. Pero si nos acercáramos, o cambiásemos nuestra posición propicia, la visión se desatomiza: se descubre el clavo del que se sostiene el universo. Allí fuga el sentido. Una lectura lineal (un lector perezoso, "tradicional"), sólo descubrirá manchas, un resto de cosas heterogéneas que no terminan de "coagular" en una coraza de sentido. Este lector, tildaría de incoherente lo leído, o a lo sumo, de pretencioso "vanguardismo". El modo de lectura que espera Morelli, no sólo se sustenta en su pericia de composición fragmentaria: necesita que el lector se mueva (interactúe) hacia el punto focal donde cristalice esa realidad. En el Capítulo 66, Morelli idea una página donde, como si fuese un muro, se repite la misma frase; pero . . . "hacia abajo y a la derecha, en una de las frases falta la palabra "lo". Un ojo sensible descubre el hueco entre los ladrillos, la luz que pasa." Rayuela despliega diferentes tácticas de tragaluz, es decir, marcar cruces donde el ojo del lector debe tomar ubicación para aspirar al "coágulo". El carácter lúdico, el tablero de dirección, sirve al igual que las reglas del ajedrez: aprender los movimientos necesarios para ubicarse en aquellos escaques, desde los cuales poder enfocar una combinación de fragmentos que compongan el mensaje (lo real susurrando. )

Una novela "tradicional" podría pensarse como un micromundo acotado, cuyos límites están trazados entre las tapas de un libro. Fuera de él, nosotros: el lector (un buceador buscando maravillas: sensaciones pero no preocupaciones); dentro de él un microclima cuyas tempestades no comunican a nuestras acciones. Pero ateniéndonos a las composiciones impresionistas, nuestra mirada se ve absorbida a la fluctuación sin ubicación precisa del color, la luz y las formas. Allí, los límites no son visibles, porque todo fluctúa. Los márgenes al ser imprecisos comunican al resto de la sala. La visión contamina nuestra percepción de la realidad. Hay una manifiesta, aunque melancólica, esperanza del autor de Rayuela en encontrar, en la disposición de los fragmentos, una realidad perspectivada en lo textual que comunique a la realidad del lector. Que con la multiplicidad de escenas e ideas, sea posible un mapeo, una traza de líneas convergentes donde el lector se vea afectado, tocado por la flecha. Pero este blanco móvil debe tender a ubicarse en la trampa donde el límite se desperfila, para verse afectado. Entonces, el lector no sólo se maravilla, sino que también se preocupa por la suerte de ese micromundo, porque sabe (o intuye, gracias a la pericia del autor), que ese micromundo comunica a su realidad (a su devenir, a su deriva al sinsentido de su cotidianidad.) Que al igual que una variable algebraica (pura abstracción, pero que puede llenarse se sentido físico al darle un valor), ese micromundo sin límites definidos involucra la matriz de su movimiento (del lector) en lo experiencial de la vida.

martes, febrero 21

Ejercicio con un fósforo

Puedo sostener una llama con los dedos, siempre y cuando, sienta el frío de mi alma recorrer cada ondulación del fuego; ahuecado en mi aliento, contenido en mi aire: traduciéndose, poco a poco, baile a baile, en una delicada forma de hielo, en una móvil y vibratil estalactita; y luego, por supuesto, la carbonización: único y destructivo final posible, sin poder contener el grito de dolor, el chamuscamiento, la poesía silenciada, el romanticismo imaginario que no escapa a las leyes del universo, contenidas en esa cabecita primero roja, luego llama y al fin ardor. ¡Quema! ¡quema! y yo soplo, soplo.

viernes, febrero 17

Visiones panorámicas de un senderista aficionado

La tarde anterior habíamos llegado al campamento D´Agostini, emplazado en una orilla del río Fitz Roy, entre senderos de graba blanca que lo asemejan a un jardín japonés.

Atravesando el campamento y tomando un sendero que acompaña la ribera del río caudaloso, entre bloques de piedra, nos adentramos en la confluencia de faldas que conforma el cordón Adela (que creíamos primero el cerro Torre, por su forma almenada.) De esta manera, se llega a la Laguna Torre, de color verde lechoso. Los sedimentos minerales en suspensión que el Glaciar arrastra consigo, hacen que sus aguas se tornen opacas y antitransparentes. De esta laguna nace el río Fitz Roy: una tirolesa con roldana sirve para cruzar a la orilla opuesta. Hacia el fondo, en el proscenio de lo que parece un anfiteatro granítico, se encuentra enquistado entre el cerro homónimo y el cordón Adela, el Glaciar Torre: azul y estriado de tierra.

Hacia el mediodía, comenzamos a bordear la laguna (producto del lento e incesante deshielo del glaciar), caminando sobre el filo de la morena que la circunda como si fuese el borde de un cuenco.
Ese sendero lleva al antiguo campamento Maestri (hoy inhabilitado y prohibido para acampar), sendero por el que se va ascendiendo, acercándose por izquierda al glaciar, hasta terminar balconeando frente a él.

Estaba en medio de este magnífico y cansador trayecto, cuando de pronto advierto, casi a la altura de mi vista, y aproximadamente a 5 metros de mi costado izquierdo, un cóndor rebasándome con calma. Alcancé a ver con claridad su cabeza roja de carne cruda, su plumaje negro desplegado de ave inmensa, y su ojo animal sobre mí como un curioso vigía que controla las criaturas que se acercan al coto de su espacio aéreo. Siempre observé a los cóndores, entre fascinado y cegado por el contraste luminoso del cielo, como figuritas deshilachándose con lentitud entre las agujas rocosas de los cerros. Nunca a esa distancia (viniendo a confirmar esa rara ley de los senderistas, la que dice que las criaturas fantásticas aparecen cuando uno no las busca.)

Al llegar al extremo del camino, y luego de disfrutar la altura panorámica sobre el glaciar, nos internamos en un bosquecito aledaño y reparador siguiendo lo que parecía un lecho seco, vertiente en "U". Entre rocas musgosas y ramas de árboles en maraña fuimos a dar a una cascada que llamaré Cascada Herzog (en honor al director alemán, que filmó parte de una de sus películas en este paisaje patagónico y fascinante.) Aquí, a pesar de la hora avanzada, almorzamos pan con atún, casi sin pan y sin sal (pocas provisiones a esta altura.) Finalmente, retornamos al campamento para levantar carpa y emprender el esforzado regreso al Chaltén, a través del sendero que los une directamente. Salimos a las 19 hs. y llegamos a las 22 hs. El pueblo, fundado en 1985, apareció con sus primeras luces neónicas encendidas (con el Castillo destacándose.)

El trayecto fue mayormente llano, atravesando ocasionales campos imantados de liebres. Las veíamos saltar y correr en fuga ante nuestra intromisión fantasmal. Se nos cruzó más adelante un zorrino, apuntándonos con su peligrosa cola de pestilencias, y al final del trayecto, y con el cansancio que entorpece cada paso (nudos corredizos en mi espalda), una última visión panorámica sobre el río Fitz Roy culebreando en el fondo del valle. Se destacaban las terrazas sobre el cerro de enfrente, con la luz límpida y sin sombra de las últimas horas del día.

Llegando tarde a El Refugio de doña Flora, en el Chaltén, armamos la carpa en la oscuridad y nos cruzamos al boliche "Patagónico". Comimos una Mila a la Napo y otra Mila a Caballo con papas fritas, bebiendo una deliciosa birra, e irradiados de música rockera, efectos de luces bolichongos y una pantalla de plasma que, mostraba día a día, gajo a gajo, la ruptura del puente de hielo del Glaciar Perito Moreno en marzo del 2004.

Parque Nacional Los Glaciares - 13 de Febrero de 2006

miércoles, febrero 8

Pig Brother



Ha salido finalmente a disposición de quien quiera suscribirse "free!" y le guste la literatura, el número Beta de este fanzine vía mail que es "Hermano Cerdo".

La propuesta es harto interesante (la lleva adelante como editor Mauricio Salvador, administrador del blog The art of fiction, junto a su equipo de redacción), un proyecto panamericano que en este número se vuelve políglota y diverso.

Como primer número es especial: trae la generosa traducción de un cuento, inédito en castellano, de Lorrie Moore (realizada por el mismo Mauricio), autora del libro "Hospital de Ranas" editado por EMECE. El cuento se llama "También eres feo" y su belleza surge del extraño equilibrio entre relámpagos de ingenio y neblinosa tristeza que se desplegiega hacia lo obscuro (es tal su riqueza que vengo pensando en hacerle un post crítico).

Además, y al mismo precio (zero money), la revista incluye un cuento promiscuo y fuerte del argentino Javier Cozzolino: "Misoprostol", y otro en portugués del brasileño Gibran Dipp: "Histórias do mundo para criansas".
Dos crónicas: la sugestiva "Cómo destruir Nueva York" de la mexicana Miriam Martínez, y la ficcional "Una relación seria" de la peruana Claudia Donoso.
Finalmente, una entrevista en inglés (hay que practicarlo, muchachos) de la escritora norteamericana Erika Krouse, realizada por la colombiana Andrea Montoya.

Como ven, esta revista podría llamarse Babel, pero la distinción está en su manifiesta intención de intercambio, difusión y "translate", que en forma inversa, anula la confusión y estrecha los vínculos entre las culturas.

Podés suscribirte gratuitamente a través de un mail dirigido a mauriciosalvador@gmail.com, solicitando "Hermano Cerdo".


PD: Como todo emprendimiento a pulmón e inaugural, trae sus erratas e imperfecciones que se irán subsanando gracias a vuestro entusiasmo lector.

Gaudeamus.

jueves, febrero 2

Turbulencia y ondas expansivas

Si bien he vuelto el lunes de la semana pasada, el cúmulo de visiones y reflexiones, de proyectos esbozados mientras desovillaba un sendero, la información que se registra de la charla con la gente que uno se topa en los viajes es tal, que termino por tropezar en la mudez escrituraria.

Si hiciésemos un fogón, acarreando todo es material combustible que encontramos secándose a la intemperie del bosque, sería más fácil contarles y que me cuenten. Las crónicas de los viajes suelen aburrir a quién no está interesado en ese tema específico, y casi siempre, nos llegan deslucidas y ajenas. Por eso elijo atomizar el material, dispersarlo, entregarlo anclado de reflexiones y contigüidades.

El domingo vine del Frío húmedo de Ushuaia. Por supuesto, viajé en avión (objeto de mis estudios por años.) La aeronave era un MD-80, con los dos motores en la cola. Y precisamente en la cola estaban nuestros asientos, por lo que a través de mi ventanilla lo único que alcanzaba a ver era gran parte del carenado azul de la turbina derecha, un fragmento de cielo y tierra, y el borde de fuga del ala. A pesar de que Vale estuvo descontenta por la ubicación (teniamos un tabique enfrente, la gente nerviosa del sector en las filas de al lado, el baño químico atrás, y el motor que de tanto en tanto trataba de no inspeccionar), fue un viaje plácido, con poca turbulencia. Al aterrizar en el Aeropuerto Jorge Newbery, se abrió una compuerta en el cono de cola, y salimos entre el murmullo agudo y giratorio de las turbinas impactados por una onda de calor expansivo y pringoso. No era el calor de los motores sino el clima de Buenos Aires. Horas antes habiamos estado con camperas y cuellitos de polar, camperas y gorros de lana, y ahora nos descubriamos abrazados por el calor.

Sin embargo, este vuelo de regreso podría no haber ocurrido. Y aquí aperece el punto más "inquietante, extraño y/o peligroso" de mi viaje al Chalten. Ni el caminar por el filo de la morena del glaciar Torre, ni el empinado y cansador ascenso al Cerro Guanaco en Tierra del Fuego, ni la proximidad fiera, muda y pestilentemente hostil de un zorrino en el sendero se acercaron a ese instante de miedo que, propagándose en ondas expansivas, me tomó por rehén. Digamos que esto nunca me había pasado antes.

Nuestro vuelo a Río Gallegos salía a las 5 de la mañana del domingo, y tal como lo recomiendan, estabamos desde las 3:30 hs en el aeropuerto(¿sabían que el costo del pasaje en avión fue casi igual al de un bus con 2 días de viaje?). Finalmente, abordamos un avión de configuración más reducida que el que volvimos a Baires. Nuestros asientos eran junto a ventanilla de la fila de tres. Al abordar, notamos que las luces estaban atenuadas, y ubicándonos, que el techo sobre los asientos estaba muy bajo, la fila de adelante rozándonos las rodillas. Generalmente siempre es así, el aprovechamiento del espacio en un avión es esencial. Para colmo no había aire disponible en los surtidores del techo.

Por supuesto, yo iba del lado de ventanilla, y mientras aguardabamos el demorado carreteo de despegue, miraba a través de la doble capa casi transparente, un cielo oscuro y encapotado que de tanto en tanto, se rayaba de resplandores acoplados.

Nunca tuve miedo a volar. Un amigo, también ingeniero aeronáutico, se niega o evita volar porque dice que sabiendo cómo funciona, sabe también dónde puede fallar. Lo mío, en cambio, siempre fue nervios y cierta excitación de las posibilidades (lo que no soporto son los pozos de aire.) Pero en ese instante, en el avión, me dije: "un claustrofóbico no podría viajar bajo estas condiciones."

Y ahí empezó todo. Una onda expansiva de miedo y clautrofobia que nunca tuve en mi vida. Experimenté en esos minutos que fueron horas, todo el espectro de un pre ataque de pánico: el sudor frío, la parálisis, las palpitaciones. Mi mente pragmática sabía que era absurdo, todo era producto de mi empatía literaria: meterme en la mente de otro. Pero en ese juego había disparado una onda difícil de dominar: si pensaba que todo era una cuestión mental, retroalimentaba mi miedo, como si mi pensamiento se escindiera y descubriera que perdió el control del cuerpo. Valeria trató de tomarme la mano (ella tenía miedo también, pero no sabía en que infierno estaba metido yo), y sintió mi parálisis. No quería preocuparla y tratando de tomar control, me puse a ver las fotos de la revista de Aerolíneas Argentinas, intentando leer. Sin embargo todo se volvía inconprensible: como un ramalazo volvía a sentir la onda de miedo.

Recordé un programa de tele acerca de las fobias (una mujer que lloraba ante una pluma de pájaro, un hombre que no podía subir una escalera), y recordé también, el cuento del ángel sobre el puente de Cheever. Entonces pensé y sentí que no iba a poder volar, que me levantaría y nos dejaría a Vale y a mí sin vacaciones, porque no podría soportar cuatro horas encerrado en una caja colgando del aire sin gritar y sin tratar desesperadamente de abrir una compuerta. Fue un segundo de tensión increible. ¿Me había vuelto fóbico y peligroso? Si dejaba que esto ocurriera, me dije, estaba perdido: habría instaurado un nuevo límite absurdo en mi conocimiento del mundo. Me sumergí aún más en las fotos panorámicas de la revista (no podía levantar la vista) y comencé una charla que apenas podía hilar con Vale, respirando hondo cada tanto (cosa que la inquietaba, pero que observaba en prudente silencio).

Luego despegamos, sufrí con las turbulencias, y ya después de comer el refrigerio me sentí mejor y pude contarle que me había pasado. Ya la maravillosa aproximación a Ushuaia (antes de llegar a Gallegos), si bien oquestada de maniobras y paneos sobre el canal de Beagle, pude disfrutarla y considerarme fuera de peligro.

Pienso que la falta de sueño, cierto vacío en el estómago, la falta de aire y la estrechez del ambiente, produjo ese cuadro de pre-ataque de pánico. Pero también pienso en el disparador: el hábito exploratorio de quien escribe, esa necesidad empática de meterse en la mente de otro. Llegar al punto de no retorno (como lo expresa Kafka), podría ser un inquietante manera de transformarse, de transmigrar.

Sin embargo, mi querido lector, esta historia no es la historia "inquietante, extraña y/o peligrosa" que prometí contar.

Esa historia la contaré en mi próximo post.

Algo se aproxima. . .