jueves, octubre 11

Nuevos fragmentos del discurso amoroso

[Imposible]

1. Siempre pensé, en mi primera juventud, cuando leía Olalla de R. L. Stevenson o cualquiera de esas célebres novelas de amores imposibles, que mi ingenio, mi capacidad para develar la núbil trama de la imposibilidad, podía salvarse con el lenguaje, con la previsión y el presentimiento de captar, a último instante, el aliento de aquella palabra que precediera al final.

Entonces, pensaba yo, con un pase retórico le cortaría las alas y me incrustaría en los ojos de la amada y toda imposibilidad sería sólo eco del pasado. Como en una carrera de obstáculos, yo sabría trazar mi camino directo a la salvación de aquel amor, aún cuando estuviese marcada la impronta, en nuestros rostros, de la ineluctable zozobra de la imposibilidad. Pero muchas veces luego, al sorprender mi alma el lenguaje, la palabra ineluctable, nada pude hacer para evadirla o tan sólo evidenciarla a mi amada, para que reconocida, pudiésemos salvarnos. Ya la veía aparecer, la sentía derrumbarse sobre nosotros como un ave negra, como el torvo cuervo poético; pero a ella la eclipsaba la ceguera. Siempre pensé que podría apresar la bestia de la disolución, pero es engañosa y esquiva. En su invisibilidad, una vez captada por los hombres, ya presas, se abandonan a sus fauces. Y yo me abandoné, advertido pero vencido de antemano, también…

[Fantasma]

2. La presente amada no es aquella a quién amé. La busco pero es huidiza y sólo se apresencia, dolorosa e instantáneamente, en las cosas que pertenecieron a nuestra historia: el mar, un día de perfumado cobre, el banco garabateado de una plaza, un trazo de su mano, el leve indicio de un recuerdo, una foto y aquella rosa disecada que es la misma rosa que corte para orlar su frente y que ahora se desgaja entre las páginas de un poemario adolescente. Y claro, pensé que encerrando todas esas cosas en una caja delicada, podría obtener aquella que ahora no existe. Sólo la continúa un fantasma presente que le roba los gestos, cierto timbre de la voz o la curva oceánica de su cabellera incendiaria. Obviamente no es ella; me habla distinto y no me veo reflejado en sus ojos.

Entonces no puede existir ese artificioso desenfreno del ser. Lo irrecuperable no puede apersonarse en lo que lo continúa. Debe morir, y yo seré quién corte su fantasma con mis manos.

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