sábado, abril 28

El Wokie o la evolución instantánea


El avance tecnológico es tan avasallador que no nos da tiempo a la sorpresa. Recuerdo con precisión, en mi adolescencia, el estar fascinado con una ZX81 recientemente traída de EEUU como material superado. Tenía tan sólo 81 kb de memoria RAM, y había que apretar con sumo cuidado su teclado de cartón, puesto que enseguida se colgaba y perdía todo ese laberinto cuadriculado que veíamos mi primo y yo en el televisor blanco y negro. Ahora, uno sube a un colectivo bamboleante y viaja atravesado de ondas vibrátiles: celulares con computadoras y filmadoras incorporadas, “walkman”-mp3 que albergan miles de temas sin tener que bobinarlos con una birome. Pero en nuestro sonambulismo tecnológico adquirimos todo esto como en un sueño, poniéndonos de cabeza con la naturalidad de lo cotidiano.

Sin embargo, hay objetos milenarios que vienen del fondo de los tiempos para sorprender nuestro pensamiento como criaturas recién engendradas.

Mi hermana la menor fue quien me regaló una de ellas la navidad del 2005. ¿Quién lee los prospectos e indicaciones para armar, los manuales del usuario, cuando le regalan tecnología? Generalmente, al igual que los chicos, empezamos a tocar botones, a probar combinaciones, abrir y cerrar tapas, y terminamos por dominar con cierta solvencia el artilugio. Uno va a los manuales cuando tiene algún problema de funcionamiento, sino se va directo a un 0800 o a un amigo que sepa del tema. El conocimiento digital que van adquiriendo las siguientes generaciones, ayuda a desestimar los manuales y las instrucciones detalladas. Lo íconos nos guían como radio faros de una pista de aterrizaje. El regalo de mi hermana también venía con su ajustado manual, su listado de instrucciones, pero por sus características “evolutivas”, éstas eran insoslayables. No era un aparato tecnológico, sino una criatura dormida.

Queriendo estimular mi insipiente gusto por las artes culinarias, mi hermana me había regalado un Wok, y con la minuciosidad detallista que la caracteriza, lo acompañó de un librito sencillo, breve y fascinante que se llama “Cocine con wok. Recetas de Oriente y Occidente” de Lee T. Furikake. Imagínense, tenía en una mano ese hondo cuenco de hierro gris que pesa lo que un hacha, y en la otra, todo el Oriente y el Occidente. Los recetarios siempre son libros del exceso, aunque contenidos y potenciales en fórmulas mínimas. “Leé atentamente las instrucciones del libro”, me advirtió mi hermana la menor, “sino no vas a poder cocinar. Hay que curarlo bien.” “¿Cómo?”, exclamé divertido, “¿me lo regalás enfermo?”

Parece un chiste, pero bien pensado, no lo es. Sino lean con el detenimiento que puedan, las siguientes instrucciones para curar el wok según mi amigo Lee:

· Poner el wok a fuego fuerte y calentarlo hasta que cambie de color (de gris oscuro a gris claro o azulado).
· Lavarlo con agua fría y un poco de detergente, utilizando un cepillo de bambú o cerdas suaves para remover los posibles químicos quemados.
· Llenar el wok con agua, ponerlo a fuego fuerte y dejar que hierva por unos minutos. Luego, desechar el agua, y secar el wok con un papel absorbente.
· Verter media taza de aceite vegetal y poner el wok a calentar, a fuego fuerte, hasta que empiece a humear. Bajar el fuego y extender el aceite por las paredes del wok. Mantener el wok sobre el fuego durante media hora, aproximadamente, y luego descartar el aceite.
· Llenar de nuevo el wok con agua, dejar que hierva, desecharla y repetir la misma operación, dos o tres veces. Luego, secarlo.
· Extender un poco de aceite por toda la superficie del wok, y ya estará listo para utilizarlo

Intimidante, ¿no? El wok fue a parar a lo alto de la alacena y desde allí me miraba suspirando como un Gizmo. Después de todo, me sentía como aquel personaje de “Gremlins” que recibe al tierno y aburrido Gizmo con esas prohibiciones impostergables. También un chino, el Oriente, estaba detrás de ese quilombo a punto de estallar. Estuvo meses allí esperando, y cada vez que hojeaba el recetario me veía tentado a probar sus capacidades. Capacidades que estaban dormidas y que mi pereza por cumplir instrucciones tan rígidas, le impedían desarrollar. Finalmente hace unos pocos meses, y con la ayuda de mi hermana, cumplimos su destino. Lo que me atemorizaba era esa cíclica noria del fuego más fuerte, el agua y el aceite hirviendo. Quien haya estado trabajando en una fragua, sabe que la manipulación de metales al rojo vivo, puede traer aparejada llagas y otras incomodidades. Así que, a prudente distancia, vimos la vulcánica transformación del wok. Primero fue el lento cambio de su color a un azul eléctrico de peligrosa belleza. Luego el agua hirviendo burbujeando de rabia. Lo peor fue el aceite. Entre los estallidos y el humo negro que sumió la cocina en un olor fuerte y dulce como una sopa inglesa, nos vimos echados a ambientes más respirables. Al final, ahí estaba: el wok curado. Lo llamaremos Wokie. ¿Wokie Wuan Quenobi?

Al igual que un pókemon, irradiando rayos y centellas de color fulminante, había evolucionado. Y eso era lo raro: la necesidad de su evolución. Es extraño cómo esta idea de la descarga evolutiva, recorre permanentemente el imaginario oriental. Los pókemons, por ejemplo. ¿Qué diferencia hay entre éstos y la riña de gallos o la pelea de perros? ¿No están también ahí los entrenadores azuzando sus criaturas a un combate de rabia y dolor? Pero no. Momento. La diferencia está en que, en estos dibujos japoneses, sus criaturas evolucionan, se despliegan. Una bella idea que trasciende las figuras arcaicas de la riña y la apuesta bárbara e ilegal. Pienso en los origamis: esos dobleces intrincados que siglos de prueba y error han transformado en figuras maravillosas. Dicen que hay un origami como un bollito de papel que al arrojarlo al agua se despliega formando una flor, un nenúfar crepitante y súbito.

El tema del bollo y el despliegue es similar a un salto evolutivo (salto que, por otro lado, el profesor Jay Gould postula para un nuevo darwinismo.) Pienso, por ejemplo, en una serie de televisión que veía de chico: las aventuras de un héroe llamado Ultra 7 (precursor de alguna forma de los power ranger). Lanzaba pastillas que germinaban instantáneamente en criaturas rascaciélicas, trenzándose en una lucha pesada y ebria con un godzilla de ojos de papel y amenazando destruir Tokio (pesadilla recurrente pero poco destructiva como lo podría ser un tsunami.)

Más allá de la miniaturización incesante que la tecnología articula, de este afán de poner en un canal cinco canales, de apelotonar en un mismo botón los mass media, de escribir con células o de clonar bytes por millares en un centímetro cuadrado, en definitiva, de apretar todas las huestes angélicas del cielo en una punta de alfiler, están estos otros objetos arcaicos que nos rodean sin nosotros advertirlos.

Dormidos, delicados en su torpeza, patitos feos del intelecto y la funcionalidad. Olvidados entre la maleza como juguetes en casas de verano. Torpes y “enfermos”. A punto de evolucionar en medio de fantásticos efectos una vez que decidamos seguir la instrucciones. Y eso cuando las encontramos. . . Porque, después de todo, es posible que haya algunos que no traen instrucciones, esperando que demos con ellas.

Decime, mirá en derredor. Fijate bien y decime. ¿Cuántos wokies tenés vos?

sábado, abril 21

Una piscina plagada de pulpos

Hurgando entre mis papeles en busca de algún disparador, con la esperanza de postear algo que pueda ser interesante, mis mudos y mudables lectores, encontré un recorte del diario La Nación (redactado por Cecilia García Huidobro en el 2000), que en su momento me pareció sugestivo a la vez que anecdótico. Y dice así:

Francisco Umbral confiesa que muchos de los libros que llegan a sus manos terminan en la piscina de su casa. “Van directamente a ella en cuanto los hojeo. En verano, cuando llega el piscinero dice:´Oiga, señor Umbral, que aquí debe haberse ahogado un pulpo´, y me enseña una masa blanda. Es todo el papel que he tirado. En una página veo muy claro quién es escritor y quién está en el grado cero, quién redacta y quién escribe. Hoy todos redactan.”

No he leído nada de este escritor madrileño, sin embargo esta especie de tribunalicia instancia de lectura que acaso condene a un infierno líquido a la mayoría de las novelas actuales, me parece fascinante. Pienso que si bien una aplicación “farenheit 451″ es eficaz y terrorífica, “la muerte por agua” de un libro es más desoladora. Ahí tenemos un cadáver, lejos de la exquisitez, cerca de la ilegibilidad: las letras se borronean como el rimel de una muchacha que ya no nos ama. Y a pesar de que lo pongamos al sol, imbriquemos papel secante, lo apretemos una vez seco y desfigurado como un acordeón entre maderas prensadas, jamás será el mismo.

Pero también me impresiona, en este proceso de selección y condena, su severo juez a quién no he leído pero visualizo saliendo en piyama por la noche hasta el borde de su piscina de ondulados movimientos imperceptibles, para con un bufido, arrojar a la acción disolvente del agua el libro que hasta hace poco descansaba sobre su mesita de luz.

Por otro lado, suele sucederme, especialmente con novelas premiadas con jugosos billetes, el encontrarme percibiendo esta sutil categorización: “novela redacción”, “novela bien redactada”. Como esas redacciones que escribíamos en el colegio primario, donde cupieran todas las oraciones con sus conceptos gramaticales recién aprendidos y que veníamos practicando entre bostezo y tizaso. Sí, están bien escritas pero no han movido la basta oceanidad de la literatura hacia ningún lado. Como se dice popularmente. “no me movió ni un pelo”. Pero también, no ha intentado ir más allá de sí misma. Tal vez porque siendo buenos ejercicios de redacción, resulten las que terminan cargando con la bandera o con la faja de premiación. “Muy bien 10″, dice el jurado para alegría de editores, accionistas e instituciones bien pensantes. Imagino que nadie podría hoy seleccionar una novela como El juguete rabioso luego de acusar su mala redacción, aunque para el lector sensible resulte un excelente escrito, un mecanismo argumental y léxico, precisamente, “rabioso” e “inédito”. Podría dar ejemplos de lo que intuyo sean novelas-redacción, pero preferiría que afilen sus sentidos para que las detecten ustedes mismos.

Para dar un contraejemplo, recuerdo cuando leí por primera vez “Lolita”. Debo aclarar que no resultó ser, luego de años de leer de cabo a rabo a Nabokov, la novela que prefiero. Y su título, ahora indeleble, no me atraía cuando llegué a ella. Sin embargo, bastó que leyera el primer párrafo para sentir un escalofrío en el espinazo. Algo semejante, y sólo aproximado, a sonrojarse de deseo y de bronca. A veces, y para contradecir ese lugar común del selector que dice que “todo comienzo debe ser un anzuelo perfecto para que valga la pena seguir leyendo”, un comienzo puede producir una desorientación total de lector para terminar aupándolo al centro de su belleza estructural. Y pienso en Los cantos de Maldoror o en El Mundo Alucinante de Reinaldo Arenas.

Con cansancio jamás se puede abordar una novela de estas características. Asimismo, hay un mecanismo en la selección, que indefectiblemente lleva a la medianía. Si cada preselector, de alguna manera piensa en qué le gustaría leer al siguiente selector o al jurado final (que se conoce desde las mismas bases del concurso), o bien piensa cuánto cuadra en la línea editorial o en el historial de la editorial, terminan por optar por novelas bien redactadas (no digo gramaticalmente bien redactadas, sino temática y estilísticamente bien redactadas, es decir, sin “estilo”.) Generalmente “realistas” (si esta categoría escritural existe), reflejos de una experiencia sentida por todos, o bien por una minoría para acercarla, en definitiva, a todos. Ningún extremo. Ni que sea romántica, ni que sea sólo de acción, que no carezca de sexo y tampoco de reflexión. Es decir, cuántas más personas estén en el proceso de selección, el producto final será un promedio cada vez más chato. Las novelas premiadas irán pareciéndose más entre sí, y más aún a lo que cuentan los diarios o los medios masivos. La realidad mediática, que es nuestro punto común de encuentro, nuestro no lugar, intersección entre lo real y la ficción, paradigma de lo democrático, también lo es de la medianía. Y agravamos sus efectos promocionando los concursos literarios con cuantiosas sumas de dinero para contento de escribas, periodistas copipasteros que viven del tráfico de texto en bloque, estudiantes desesperados, analistas de marketing que creen poder reproducir productos como Harry Potter o aforismos existenciales a lo Paulo Coehlo, buscafortunas. Para muchos crédulos (yo entre ellos; caigo permanentemente en su guiño de pandora), los concursos se ven como puertas de acceso a la publicación. También, en su momento, me puse a analizar los ingredientes de las novelas premiadas y obtuve un decálogo para componerlas. Pero tranzar, producir esa medianía de fuerza, es alejarse de lo que uno realmente quiere escribir. Para quién no tenga esa facilidad “natural” del best seller, aún cumpliendo el decálogo, hará otro producto original, será otro perdedor. Y para mayor precisiones al respecto, le sugiero que lean un cuento magnífico de Henry James: La próxima vez.

En definitiva, para que algo cambie, debería pedirse en principio dos cosas a un concurso que realmente quiera encontrar un texto bien escrito, y no tope permanentemente con uno tan sólo bien redactado:

1) No ofrecer premios cuantiosos, sólo la publicación con sus derechos de autor correspondientes.

2) Los mínimos lectores de selección. Lo ideal sería uno sólo. Un lector personal, fuerte, exhaustivo, con quién medirse. Pienso en Juan José Saer, por ejemplo. Tal vez, el señor Umbral de mi recorte, aunque desconozco su imaginario estilístico.

Que un premio sea como anotarse a una cátedra. Uno elige por afinidad electiva y porque realmente le interesa la literatura y no especula con el premio final. La masa de volúmenes entregados, como bancos de cardúmenes orientados, irían proporcionalmente a cada autor afín. Unos cuantos irían a Sergio Pitol o a Saramago, miles a Paulo Coehlo o Rosa Montero.

Hay un argumento, una falacia que me hace gracia, y que la vengo leyendo por ahí: “si se compran por miles o millones una obra premiada, eso hace a su excelencia a pesar de la academia” (ésta última, cada vez más populista y mediáticamente oportunista.) Sin embargo, uno se olvida que la lectura es un efecto a posteriori a la compra. Una obviedad, ¿no? Existe un efecto domino, que nada tiene que ver con la lectura apreciativa del lector. Por ejemplo el de Harry Potter: si mi compañerito lo leyó, yo lo quiero leer para no quedar fuera del grupo, de los comentarios y juegos que se desprenden del libro. Como “El Gran Hermano”. ¿Quién puede decir que no lo vichó al menos una vez? Recuerdo que un amigo poco lector, tenía que comprar un regalo para otra amiga (encima ella cursaba Letras.) Fue a la librería, y sabiendo que la novela de Dan Brown se vendía como pan caliente, le compró otra del mismo autor, por si ya tenía El código Da Vinci. Me preguntó si era buena y a su amiga le iba a gustar. Le pregunté a mi vez, con simpatía: ¿si tenés un problema eléctrico no consultas con algún técnico? Sí, me contestó azorado. ¿Si tenés que regalar un buen vino no hablas con Jorgito que hizo un curso de catador? Sí. ¿Por qué no consultaste con un buen lector antes de comprarla?

Si cada vez que alguien tiene que regalar un libro consultara a un catador de libros, un especialista, un apasionado que lo lee todo (sí, también a Coehlo), el mundo del best seller de las novelas premiadas tambalearía. Pero no. Compramos el pan que todos compran, compramos lo más vendido: uroboros maléfico del consumismo.

Será porque es difícil dar con un buen lector en una librería, me supongo. Es difícil dar con un buen lector en un concurso, con su tiempo, su calma, su amplitud de visión. Hay pocos lectores que estén en puestos claves (en instituciones, en universidades, en editoriales) y que puedan sonrojarse, arriesgarse a promocionar un autor que los hizo estremecer. Tal vez sea cierto lo que dice Francisco Umbral, que no hay libros que sonrojen o den escalofríos en el espinazo; que después de todo, sólo queden novelas bien redactadas.

¿Seguiremos nadando en esta piscina plagada de pulpos o nos cansaremos de leer cada día un poco más?