sábado, mayo 19

Nabokov & antiNabokov

Nabokov es, en mi opinión, un excelente escritor, y un lector por lo menos particular. Usaba la “crítica” (que no se acerca siquiera a la académica) como arma de diferenciación contra aquello que se le asemejaba. Como un entenado malquerido que odia a su padre. Sus lecciones de literatura rusa o sus irritantes opiniones contundentes especialmente dirigidas a ciertos escritores, suelen sorprendernos por lo arbitrarias, por su carencia de juicio analítico, por su antipática adjetivación. A Henry James lo llamaba esa “lenta tortuga”, se jactaba de haberse adelantado a Kafka con su “Invitación a una decapitación”, dio todo un curso sobre el Quijote ridiculizándolo, manifiesto una y otra vez su desprecio por la inverosímil cháchara de malas conciencias de Dostoievsky, sorprendiéndose de su popularidad fuera de Rusia. Sin embargo, basta leer toda su magnífica obra para notar cuánto se acercaba a Dostoievsky (Lolita es la ampliación de un argumento germinal anidando en “Crimen y Castigo”. “El Doble” y todos sus criminales cuyas voces dominan como marañas de serpientes lo narrado, recuerdan las novelas rusas de Nabokov), a Henry James (con todo su repertorio de puntos de vista engañosos, sus artistas y escritores, sus argumentos más sutiles) y con Cervantes (con sus locos y obsesos por la lectura, sus historias “como muñecas rusas”, sus escenas entre la crueldad y la belleza.) A los tres los negó y vituperó. Todo asesino debe ocultar sus huellas. Después de todo, Borges lo hizo con Lugones. Lean “Las fuerzas extrañas” y verán el precursor tan temido. Por lo menos, Borges pudo arrepentirse públicamente. Odiamos a lo que nos parecemos, más aún en la competencia. Nabokov no es la excepción.

Harold Bloom habla de missreading, que traducimos “mala lectura”, una especie de operación que el escritor hace de sus lecturas para elaborar su estilo y su mundo imaginativo. Pero, para intuir una operación más simple y cercana, yo diría que es una corrección lo que opera en el escritor, una corrección de sus propios “clásicos” (es decir, sus lecturas rectoras, más admiradas). ¿Cuántas veces hemos leído aquel libro de nuestro autor predilecto, para descubrir una fisura en su pared vidriada, una amorfidad en su espejo que con una mano, si fuese agua, si fuese posible, podríamos remediar tan fácilmente? Entonces, algunos de esos lectores correctores, emprendemos esa nueva conformación lunar. Y creyendo haber sorteado los peligros en una acabada línea argumentativa o estilística, creamos nuestros propios errores, nuestras interferencias inadvertidas, nuestra bella arruga ontológica que otro perseguidor se verá tentado de corregir. Como en el principio de incertidumbre, tan famoso a los espectadores de Copenhague, toda línea argumental se verá desviada por nuestra mejor observación sigilosa.

Hace poco, releí “La dádiva”, última novela rusa que Nabokov llegó a completar antes de emigrar a Estados Unidos. Volumétrica, expansiva, múltiple, recorrida por un arco voltaico que va de Pushkin a Gogol, narra las impresiones de un joven literato emigree ruso en la Berlín de los años veinte, que prepara sus primeras armas en la escritura y en el amor conyugal. La conseguí en el Gandi más grande del D.F. en mi viaje a México en el imposible año 2000, y mantuve con maravillada alegría sus tapas amarillas como probablemente Nabokov lo hubiera hecho con una mariposa nocturna, pulviscular y monstruosamente blanquecina de pelos, capturada en un extremo del mundo y de la noche. Un ansiado único ejemplar en extinción. No fue para mí su mejor novela; aletea aparatosamente en su exceso metafórico, en su juvenil egocentrismo de novela de aprendizaje, en su streamconciousness aletargado y tortugón. Da ganas de “corregirla”, de desenredar sus bucles ostentosos. Pero sigue siendo admirable en su imperfección. Y en ella leo un pasaje inquietante: en un claro del bosque alemán, se encuentran dos personajes que hasta hacía poco se evitaban extrañamente, pero se admiraban con actitud refleja.

Dice el poeta Koncheyev a Fiodor, el jóven protagonista, en el último capítulo de La Dádiva: “Yo tengo costumbres diferentes, gustos distintos; por ejemplo, no puedo soportar a su Fet, y en cambio soy un ardiente admirador del autor de “El doble” y Los demonios, a quien usted está dispuesto a menospreciar. . . Hay muchas cosas de usted que no me gustan -su estilo de San Petersburgo, su tinte gálico, su neovolterianismo y su debilidad por Flaubert (…)”

Por otro lado, en el prólogo a la edición inglesa de esta última novela rusa, Nabokov aclara al lector “Desde 1922 yo vivía en Berlín, simultáneamente, pues, con el joven del libro; pero ni esta coincidencia, ni el que yo comparta alguna de sus aficiones, como la literatura y la lepidópteros, debe hacer exclamar “aja” e identificar al dibujante con el dibujo. No soy, ni he sido nunca, Fiodor Gudonov-Cherdyntsev; mi padre no es el explorador del Asia central en quien puedo convertirme algún día; nunca he cortejado a Zina Mertz, y nunca me he preocupado por el poeta Koncheyev o cualquier otro escritor. De hecho, es más bien en Koncheyev, y en otro personaje secundario, el novelista Vladimirov, donde advierto trazos sueltos de mí mismo tal como era alrededor de 1925.”

Esta cita me permite hacer una relectura del párrafo anterior. Es en Koncheyev y no en Fiodor que Nabokov se ve representado. ¿Nabokov admirando a Dostoievsky? Si bien, esta conversación entre Koncheyev y Fiodor es imaginaria, es decir, ensamblada con relamido gusto en la mente del protagonista (potenciando la ficción elevada a la ficción), no deja de ser una notable puesta en escena de lecturas críticas reflejas: Nabokov leyendo a Dostoievsky, Nabokov leyéndose a sí mismo. Los espejos, los engaños ópticos que tradujo a líneas textuales, eran los juguetes preferidos de Nabokov. Los usaba como puntos de vista narrativos (James), los usaba como vehículo formal, los usaba como dispositivos y trampas argumentales (“El Ojo”, por ejemplo.) Bello espejo es este párrafo que les acerco, donde vibra un Nabokov y un antiNabokov (y aquí reverbera el antiTierra de “Ada o el ardor”), con Dostoievsky en el medio (así como nosotros estamos entre el fondo y el delante de “Las meninas” leída por Foucault. Invisibilizados aunque necesariamente presentes).

Como si al emigrar, al pasar del ruso al inglés, de las letras cirílicas a las occidentales, por las mismas propiedades especulares de su notación, transformaran las lecturas, los precursores de Nabokov. Como atravesar el espejo, y lo que antes era diurno ahora es nocturno, y lo que me alimentaba hoy me da hambre. Ecosistemas antagónicos, engañosos sistemas de fuga, opiniones poco contundentes que nos enseñan a desconfiar. ¿Nabokov o antinabokov? ¿Qué doble es la réplica, cuál el original?

martes, mayo 8

Un microscopio sobre el Ulises de Joyce

¿Qué es la literatura realista?

¿Qué es el realismo?, ¿qué es la realidad? (me pregunto con Virginia Woolf desde “Un Cuarto Propio”)

Por ejemplo, en el Ulises de Joyce. Más de un crítico se vería en una situación difícil teniendo que afirmar que no es un texto “realista.” Pero si pensamos que la realidad está conformada tanto por el macrocosmos como por el microcosmos, es decir: la deriva de los planetas, las paradojas que enlazan agujeros negros y pulsares, la materia oscura como posibilidad, o bien: la multitud de las bacterias que se aprietan en una papila gustativa, los osos de agua durmiendo panchamente a través de los siglos en cuartos propios de milimétrica precisión, todo eso que nos es inabarcable, lo que se fuga hacia la centésima o hacia los pársec: ¿son éstas también entidades que representan la realidad? ¿No intuimos una dimensión “fantástica” en esta invisibilidad, sólo traída hasta nuestra visión incrédula a través de vidrios pulidos con perfecta curvilinialidad óptica? ¿Lo que se ve, es en lo que creemos “realmente”? James Joyce resuelve a partir de la forma del Ulises esa fuga, apretando entre los intersticios de un día común en la vida de Leopold Bloom, toda esa dimensión infinitesimal que comunica al microcosmos, al tiempo de Zenón. Es la cuña de lo “fantástico” la que, pródiga en intertextualidades, juegos de palabras y de estilos parodiados, abre la novela como una termita múltiple, dando porosidad a una trama cotidiana, y por ende, trivial. Ocurre una destrivialización a partir de una bacterización. La novela se va libando desde una óptica microscópica (como lo era la letra manuscrita de Joyce: mínima, es decir, la típica filigrana de un miope que acerca la vista al papel), mostrando las bacterias que, ese personal fluir de la conciencia, les permite medrar en los segundos del devenir, en la medianía de lo cotidiano.

La novela se vuelve tan porosa, tan habitada de un microcosmos bacteriano, que se torna sustentable como una balsa, pero a punto de ser carcomida por el tiempo, por el uso surffer del lector. Se sostiene únicamente por ser caja de pandora, por favorecer un microclima de personajes fantásticos en sus intersticios. Lo fantástico, esa cualidad dimensional de la realidad, es lo que la sostiene a medida que amenaza su supervivencia (se sustenta más una madera porosa que una maciza.) Mientras se la piense dentro de los límites de la realidad, no será agujereada de dolencias que la sumerjan transfigurada en pura sustancia fantástica.

Hábil artilugio o coartada de los realistas: algo que se sostiene en el medio tan sólo por su autoafirmación como “real”.

[Ejercicio de lector. Si el Ulises es una novela que se construye desde una microdimensión, ¿cual será esa novela que lo haga desde una macrodimensión? ¿La novela de un hombre cuyo transcurrir en la trama se vea abierta a una tiempo eónico, a un espacio en años luz? ¿Y que además se “quiera” realista?

A mi mente acude en esta hora gesellina, apretado de calor a medida que escribo este post en un cyber, una novela de Vladimir Nabokov: “Cosas Transparentes” (Transparent Things)]

Febrero del 2007. Villa Gesell, Costa Atlántica.

martes, mayo 1

Brevario de amotinados 12

Esa vez que la serpiente me mordió, viví una semana en un lugar terrible donde todo reptaba, las paredes y los pisos, todo. Pero eso no era más que una estupidez lisa y llana. Y, sin embargo, era una cosa peculiar, porque el verano anterior fui con tío August (él les tiene tanto miedo a las muchachas que no las mira; dice que yo no soy una muchacha. Adoro a mi tío August; somos como hermanos). . . fuimos al río Perla. . . y un día estabamos remando en ese lugar oscuro y llegamos a una isla de serpientes. Era verdaderamente pequeña: apenas un árbol, pero estaba repleta de culebras venenosas. Hasta colgaban de las ramas del árbol. Te digo que era escalofriante. Y cuando la gente habla de sueños convertidos en realidad, sé a qué se refieren.
Truman Capote, Otras voces, otros ámbitos