lunes, julio 30

Borges, Bolaño y el C.G.

Leo el artículo de Damián Tabarovsky en Nación Apache
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Realmente, los fragmentos que Mastronardi escribió sobre Borges, publicados en el suplemento La Nación, a mí me parecieron decepcionantes: más de lo mismo. La anécdota que comenta sobre la competitividad entre el bombardeo de Londres versus la recepción de “Ficciones”, me pareció menor y típica. El aura mitológica que Borges arrastra tras de sí siempre lo presenta, a través de sus epigonistas, con su usual mordacidad intelectual o su falsa modestia. Hay una dimensión difícilmente biografiada: la de la acción y no la del discurso. ¿Quién siguió de cerca las escapadas del joven Borges a los suburbios? ¿Quién puede narrar las dudas, titubeos y tentaciones de Borges a la hora de escribir? ¿Qué hay de esa huella de la vacilación, la cual, sí puede rastrearse a lo largo de los diarios de Kafka? ¿Cuál de sus argumentos comprimidos, sus microuniversos anidados durante el último tiempo, le hubiera gustado expansionar más allá de las tres páginas (límite periférico de su memoria dentro del cual podía moverse sin trastabillar)? Y no hablemos de sus titubeos con las mujeres, comentados por ellas hasta el hartazgo (el exitoso mujeriego de Bioy, el impotente y tímido Georgie), que ya no nos interesan. Que nos hablen de los riesgos de la escritura. ¿Corrió por las calles pegando su revista mural en fachadas ajenas? ¿Alguien le dijo, que después de “Ficciones” y algunos otros cuentos de “El Aleph”, se estaba repitiendo, que tenía que ir más allá de sus contenciones en “tres o cuatro argumentos”, más allá de circunscribirse a la Eneida y a la Odisea? (me parece que “El Hacedor”, para quién lo traiga a colación, es un libro menor aunque muy bien escrito: no hay riesgo en sus argumentos ni en su estilo ya consolidado, menos barroco.)

Hay algo perturbador y sintomático en el límite que impone esos dos libros de cuentos: Borges mismo no puede traspasarlo y tampoco “ningunearlo” (como sí lo hizo con sus primeros libros, hasta llegar a no permitir su reimpresión.) Como el zahir, no pueden ser olvidados, son “memorables” por exceso. Entonces, parecia no quedar más remedio que escribir contra Borges (¿y aquí, no está ese pequeño acto dramático que representa Borges cuando se encuentra con su doble más joven: la imposibilidad de traspasar su escritura pinacular?)

En otro momento, tal vez comente con más detalle mis impresiones sobre “Derivas de la Pesada”, de Roberto Bolaño, artículo que de alguna forma, se acopla con ese camino vedado, esa virtual “prohibición” de acercarse al blackhole que es Borges. Ese artículo inteligente e insolente que escribe Bolaño, reeditado en “El secreto del mal”, establece una lectura crítica del estado de situación del mapa literario argentino, más luminoso y provocativo, más estimulante a la reflexión, que el que estableciera en su momento Tabarovsky con su “Literatura de Izquierda.” En vez de la polarización reduccionista en bandas de escritores menores, Bolaño detalla tres líneas que, una vez ocurrido el fenómeno Borges, parecieron bifurcarse ante los escritores argentinos: Soriano, Arlt y Lamborghini. Bolaño, un escritor que podríamos catalogar de izquierda (manifiesta, aunque desencantadamente, de izquierda) según el espectro Tabarovsky, luego de definir esta triada como “La Pesada”, propone, urge, reclama “volver a Borges.”

¿No da qué pensar? ¿No es acaso lo que leemos, en las generaciones medias y en las nuevas, el producto de esta insistencia, los vástagos cada vez más exhaustos, cada vez más “disfuncionales” de una familia incestuosa? Trato de pensar críticamente este llamamiento de Bolaño, tratar de percibir en todo su paneo genealógico la verdad “porcentual” de su diagnóstico. Porque, seamos sinceros, no hay escritor argentino que nos sorprenda hoy. No hay riesgo, sólo merodeo por los “márgenes”, por lo marginal. Por lo emotivo, por el desencanto, por lo sórdido (S.A.L.) No hay centralidad en el mapa literario argentino, no hay foco. Y evitemos las posturas de “no necesitamos el centro”. Kafka proclamaba una literatura menor, pero él mismo está hoy en el centro de la literatura. No es una distinción “menor”, hay que pensar con detenimiento esta sutileza casi inexpugnable. El centro, lejos de evocar los manidos lugares comunes de la Crítica, no es la centralidad política, no es el podio autárquico, no es la voz pública ni la magnitud en ejemplares vendidos. El centro, es el centro resultante de fuerzas, el punto de gravedad de los físicos. Cada fuerza que se agrega a esa composición de resultantes, cada voz rectora, estilísticamente y argumentalmente distintiva que se agrega, mueve el centro a otra parte. Hoy por hoy, me parece intuirlo, ese centro no se mueve en la Argentina. Las fuerzas que se van sumando no desestabilizan el conjunto.

También hay que considerar que no siempre estamos lo suficientemente enmangruyados para percibir hacia dónde oscila la estructura, qué fuerza se ha agregado; siquiera si hubo movimiento. Sólo podemos intuirlo. Bolaño ha sido una de esas fuerzas desestabilizantes (y no lo digo ahora que está muerto, sino cuando apareció “Estrella Distante” en la línea del horizonte.) Mucho se dijo por ahí que Juan José Saer, nuestro petit proust, ocupaba ese centro y que ahora estaría bueno poner a César Aira en su lugar (de alguna manera es razonable para este carnaval bajtiniano reclamar un rey bufón). Pero también intuimos, como lectores desencantados, que ese centro no puede ser ocupado, porque al igual que el trono de reinos inestables, es temido, “ninguneado” y congelado como un iceberg eterno.

sábado, julio 14

Breviario de Amotinados 14

Sabes que hay toda clase de geniecitos maravillosos. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo era niña había unos objetos llamados “nonnons” que eran muy populares, y no sólo entre los niños, sino también entre los adultos, y, sabes, con ellos venía un espejo especial, no simplemente combado sino completamente distorsionado. No se sacaba nada limpio al mirarlo, era todo confusión, y sin embargo su forma no había sido deformada al azar, sino calculada de manera tal que. . . o, mejor aún, para combinar con su deformación, ellos habían. . . no, espera, me explico mal. Mira, uno tenía uno de esos espejos locos y toda una colección de distintos “nonnons”, objetos totalmente absurdos, sin forma, abigarrados, llenos de agujeritos y nudos, pero el espejo, que distorsionaba completamente los objetos ordinarios, ahora conseguía resultados maravillosos, es decir, que cuando colocabas uno de estos objetos incomprensibles y monstruosos de modo que se reflejara en el incomprensible y monstruoso espejo, ocurría algo maravilloso: menos por menos era igual a más, todo era restaurado, todo estaba bien, y la informe mancha se transformaba en el espejo en una imagen maravillosa y concreta: flores, un barco, una persona, un paisaje. Uno podía hacerse preparar su propio retrato así, te entregaban algo que parecía una pesadilla y aquello eras tú, pero la clave para revelarlo la tenía el espejo. Oh, recuerdo cuan divertido era, pero también asustaba un poco –¿que pasaba si de pronto no aparecía nada en el espejo?- tomar un nuevo e incomprensible “nonnon”, y acercarlo al espejo y ver la propia mano hacerse pedazos al mismo tiempo que el “nonnon” se transformaba en una nueva figura, tan, tan clara. . .
Vladimir Nabokov, Invitado a una Decapitación

lunes, julio 9

Beckett muere



Pienso en la novela (o “antinovela”, como pretenden llamarla los críticos; yo, más bien diría, un finis terrae de las expansivas hectáreas de la Literatura) de Samuel Beckett: El Innombrable.

En ella discurre infinitamente un monstruo, un hombre del que queda sólo un tronco sin contacto más allá de su propia mente, un hombrevasija que únicamente puede hacer eso: monologar incesantemente. Esperando callar. Entorno a él, giran los personajes que él mismo ha creado (los protagonistas de las dos novelas anteriores de Beckett que, con ésta, forman un perturbador tríptico), y que ya inservibles por no poder representar sus experiencias indecibles, gravitan igual que satélites chatarra.

Este inmóvil “hablar” de aquello que se pretende hablar o escribir, es el monólogo subterráneo del autor en cualquier texto literario. Lo imagino imagino como una banda de baja frecuencia, intuído como el bordoneo percusivo de tambores remotos, y que acusa el sonido humano del pulso del autor. Puesto que el pulso es como un timer, como un relé, indica que el tiempo transcurre, pero a su vez, que está por finalizar. En vez de zarandear como un despertador, cuando suene su última onomatopeya, aquietará: el autor habrá de silenciarse y retornará a su oscura habitación privada. Es iluminador, para percibir este monologar infinitamente por debajo de la ficción escrita, la siguiente cita de Michel Foucault que extraigo de su texto El Lenguaje al Infinito:

“Es preciso hablar sin cesar durante tanto tiempo y tan alto como ese ruido indefinido y ensordecedor; más largo tiempo y más alto para que al mezclar su voz con él se llegue, sino ha hacerlo callar, sino a domarlo, al menos a modular su inutilidad en ese murmullo sin término que se llama literatura. Desde ese momento no es ya posible una obra cuyo sentido sería cerrarse sobre sí misma para que hable sólo su gloria.” Ese “ruido ensordecedor”, como lo llama Foucault, es el mismo que sentimos a veces por la noche, el mismo que acicateaba y acorralaba con veladores e insomnio a Nabokov.

Entonces, decía, este incesante monologar en El Innombrable, es como una banda pulsátil de graves casi inaudible. Por sobre ella, se alza el vapor de la trama, personajes, lenguaje y pensamiento.

Por debajo de las palabras de lo otros, late como un acento, la pulsación del autor. De quién vence el silencio porque tiene que hablar para vadearlo y señalarlo.

martes, julio 3

R I C E R C A R



Escucho los 24 preludios y fugas de Dmitri Shostakovich, interpretados por las cinegéticas manos de Keith Jarrett, mientras enebro estas líneas entre sus cascadas que a la vez remiten a Bach y a la Rusia soviética como la confluencia de dos aguas procelosas. ¿No lo escuchan ustedes?

Es tal mi inercia impulsada por las corrientes del piano, tal mi sensación de absoluto ante la Fuga que pretende abarcar todo el espectro del oído humano, que me sorprende que no puedan escucharla conmigo, en simultáneo. La escritura es como una estrella muerta iluminando débilmente el cielo, pretendiendo a su vez incendiar con su calor el universo. Después de todo los antiguos hablaban de una música de las esferas cuya partitura imposible de imaginar diera cuenta de todo el movimiento estelar que murmura en sus goznes.

Shostakovich alrededor de 1950, con el modelo de esa maravilla compositiva que es El Clave Bien Temperado de J.S. Bach, compone 24 preludios y fugas que parecen piezas modernas y antiguas a la vez, personales y ajenas. Como si las enlazara a fragmentos bachianos y se deslindara de ellos hacia otros climas, fugándose hacia otras direcciones para volver a cruzarse con ellas: amantes persiguiéndose a través de un bosque frondoso.

Pienso en la Ofrenda Musical, aquella composición deliberadamente incompleta que Bach dedicó a Federico el Grande, Rey de Prusia, en 1747, y elaborado a partir de un tema musical que el mismo rey imaginó para la ocasión. El viejo Bach lo transformó en piezas a tres y seis voces: “Para dar idea de lo extraordinario que es una fuga a seis voces, baste decir que en todo El Clave Bien Temperado de Bach, constituido por 48 preludios y 48 fugas, sólo dos de las fugas están hechas a cinco voces, y no hay ni una sola a seis. La tarea de improvisar una fuga a seis voces podría compararse, por decir algo, a la de jugar con los ojos vendados sesenta partidas simultáneas de ajedrez y ganarlas todas. Improvisar una fuga a ocho voces está francamente po encima de las capacidades humanas” (cito a Douglas Hofstadter de su libro Gödel, Escher, Bach)

Sé que llegaré a un punto dónde me diga “todo no lo hice, pero sabía que iba a ser así”. Imposible que nos asignen un día de la marmota, y repetido hasta la extenuación, aprender a tocar el piano de una manera más fluida, dominar la ejecución y sus cromáticas posibilidades. Saliendo de la tríada existencialista que nos brinda el lugar común: tener un libro/escribir un árbol/plantar un hijo, me propongo un cuarto punto al que fijar mi residencia en la tierra. Si bien no tengo la energía humana para componer mi propio clave bien temperado a fin de conectarlo a esa galaxia Bach-Shostakovich de partículas imantadas, me dedico a aprender y tocar unos pocos preludios y fugas de Bach. Cada tanto, cuando visitó a mis padres, voy al piano después de tomar mi café con leche, prendo la lucecita sobre el pentagrama de mi ejemplar de El Clave Bien Temperado, y ataco como un cangrejo el Preludio XXII o el Preludio XXIV. Los memorizo, los pulo como un trozo de materia incandescente, me sumerjo en su agua antigua y futura.

Antes de morir quiero por lo menos haber tocado, de la mejor manera posible, una pieza breve y diamantina de Bach. Como quien desea acariciar la piel de una mujer bellísima e imposible. ¿No es fascinante que la música deba ser “tocada” en un piano? Cuando toco y me deslizo a lo largo de todas sus octavas, es como si multiplicase mis sentidos, como si pudiese ser más que uno. Y esa es la sensación que producen las fugas: que el músico se vuelve plural, que se cloniza de mínimos a máximos, de menores a mayores. Y a veces, tomo el volumen completo y paso las páginas con desesperación, como si hojease un libro ilegible y fascinante, los pentagramas intrincados. Toco unos compases al azar, pronto los pierdo, y en mi inercia, sigo con mis propias notas, mis matices, mis acordes menores, un tema que me brota de la conversación trunca con Bach. Y las notas se me degranan entre los dedos.

Me alejo del piano con un suspiro. Hice lo que pude por hoy y me siento un poco más tibio.

Papá me suplanta: reemplaza El Clave Bien Temperado por las Sonatas de Beethoven y ataca su ejecución con paciente melancolía. Me alegra no estar sólo en este combate y se lo expreso apretándole levemente un hombro.

Y escucho…

Como ustedes pueden escuchar a Shostakovich a través de Jarrett ahora, ¿o no lo escuchan?