jueves, febrero 28

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En el lejano hospedaje de un higo: mi apetito.

Todo es incontenible.
Todo se desgaja cielo a cielo.

lunes, febrero 18

Coda: Literatura de lector o bien "La Maldición Borges"

(Este texto sale de un comment de Julio Zoppi de Hargentina al post anterior)

Me gusta ese término: "literatura de lector" y creo que es muy acertado. Es decir, creo que Piglia haría un gesto de complicidad con el término que usó Julio Zoppi para adscribirlo. La cuestión, más allá de la pericia de una literatura de lector, más allá de la calidad de los productos de una literatura de lector (y si se pudiera definir tal literatura), es si podemos "valorarla" y bajo que preceptos éticos, estéticos o morales darle justa apreciación por sobre otras (por ejemplo: por sobre los originales canibalizados) Pero sí, lo que aprecio es esa "intencionalidad" callada. Creo que hay que valorar que lo que Piglia hace en el cuento de "Homenaje a Roberto Arlt": utilizando un cuento de Turguéniev como si fuese de Arlt, es "muy" ingenioso (aún más, teniendo en cuenta que esa transportación terminó impactando como una onda expansiva en la realidad: la hija de Roberto Arlt increpó a Piglia por los derechos de ese “texto inédito” robado quién sabe de qué manera.) Y los datos están ahí, apenas musitados en el cuento.

¿Pero qué hay cuando esos engarces, esas transposiciones son realizadas de callado? ¿No se vulnera cierto orgullo de autor a expensas de la lentitud del lector, al que le es inabarcable el cuerpo de la literatura? Esta práctica, que gusta particularmente a muchos críticos sagaces, también crea epigonistas de dudosa calidad, quienes terminan amparándose en la Academia una vez que son descubiertos. Porque esa es la diferencia: han sido descubiertos muy fácilmente a causa de que el engarce (lo que yo estimo como trabajo de valor agregado y que es la precisión del engarce) es muy burdo, trucho, indecoroso. Agregar a “Bolivia Construcciones” treinta páginas de “Nada” (y sospecho que tan sólo para cumplir con los requerimientos del concurso en cuanto a extensión de las obras presentadas), es un engarce trucho, y como sostuve en otro viejo post, no vale el riesgo para un Robin Hood que se precie de tal. Hay que entrar en el Castillo armado de la literatura consolidada y sortear los peligros de un ladrón con sagacidad. Puesto que al momento que chillan las alarmas de seguridad y las jaurías se activan, se debe salir airoso, a capa y espada, y quedar indemne o cuanto menos, trocarse en la leyenda afilada de pobres y menesterosos.

Hay que meditarlo por el lado oscuro del término. Porque estamos hablando de intertextualidad, de copia, de engarce, de bombas ocultas, y de estallidos que desde el texto impactan en la realidad. La oscilación de efectos entre realidad y ficción, es una de las especialidades de Piglia e invita a una crítica de caza mayor. La literatura de lector, presumo, es una maldición epidémica que podría habernos legado Borges (así como Kafka nos legó, a través de una teoría bosquejada en sus Diarios, la de “la literatura menor”, tan menor que termina por ser infranqueable como si se invirtiese a un obstáculo mayor.) Borges dijo que Todo estaba escrito, que no podríamos hacer más que variaciones argumentales de una pocas historias rectoras, clásicas y ya editadas desde el fondo del tiempo. Porque para ser "honestos", y de acuerdo a esta marca endemoniada que Borges imprime en el ADN de la literatura argentina, sólo nos cabe la intertextualidad, el engarce, la cita, las Variaciones Goldborg. Ya no se puede ser Original. El término oscuro, innombrable, proscripto, es precisamente “La Originalidad”. Volver a hablar de originalidad significa retroceder a un estado puro o virginal de la crítica que es prácticamente riesgoso si no irreversible. Por dos razones: primero porque la Originalidad es difícil de estimar (cuánto del texto es realmente novedoso, cuánto es traslado de lecturas subterráneas e inadvertidas al autor), y segundo porque convierte en un tonto a quien habla actualmente de ella. Uno no puede presumir de original, pero sí de falsificador. Es decir, hay un problema en la Originalidad que tiene que ver con la apreciación de una obra literaria (o una obra de arte) y que debe contraponerse y/o aquilatarse con la intertextualidad. Una literatura de autor versus una literatura de lector.

Para los Editores Ejecutivos siempre es mejor editar algo probado que algo por probar. Y aquí surge una paradoja (el huevo tramontina.) Que vayan apareciendo obras con el título “El Enigma de...” (secreto, club, clave, código, etc.) seguido de: “...Vivaldi” (Flamencos, Da Vinci, Dante, Gaudí, etc.), configura una red de Crucigramas Kitsch adictivos como los sudoku que atenazan a los viajeros de subte en sus asientos al borde de la asfixia. Política del intertexto se cruza en algún punto con la política de lo probado, y con lo Kitsch, y en definitiva, con la política de edición (“lo que leemos ahora”.) Explorar estas cuestiones, y en especial, el espinoso tema de la Originalidad exige delicadeza. Al menos, la delicadeza que exigía Henry James cuando decía que un crítico debe ser una demonio de la sutileza.

viernes, febrero 8

Ricardo Piglia: ¿el autor sin atributos?


Cuando uno busca departamento, es increíble como advertimos en cada esquina de la ciudad inmobiliarias que hasta entonces nos eran invisibles (y los fines de semana, centinelas de sonrisas plásticas nos esperan merodeando por dos o tres ambientes deshabitados.) Cuando llega el bebé, la ciudad se puebla de carritos y obstáculos, se forman carreras de fórmula cero y se evitan colisiones estrepitosas. Si acostumbramos el ojo a detectar el número 101 en cada matrícula que alcanzamos a leer mientras viajamos hacia el trabajo, veremos que a lo largo de los días hábiles, surge una escuadrilla inaudita de vehículos que nos induce a pensar que el universo se pliega a nuestra visión paranoide.

Pero más interesante que descubrir un solo aspecto que se repite como si fuese una pesadilla recurrente, es hallar una “serie recurrente”, es decir, dos o más aspectos que bajo cierto orden, establecen una coincidencia de grado mayor. Algo así como presenciar una alineación de planetas o descubrir la correcta secuencia de giros que nos hace abrir una caja de caudales. Como si merced a una propiedad óptica inherente a un entrenamiento inadvertido, existiera una subjetiva intención de focalizar o subrayar en fosforescente los puntos análogos de una configuración de hechos, clones o hrönir. El azar, esa especie de dios que suele tenerse por autónomo y autárquico, que no acude cuando se le reza sino cuando se lo ignora, también vendría a depender de la mirada, y específicamente, de la mirada retrospectiva. Un lector absoluto de la Biblioteca Universal (ojo: no la de Babel), podría en un simple paneo descubrir las coincidencias entre todos los textos existentes. Basta que al escanear se acote con precisión. Si lo hacemos sobre una palabra, las coincidencias serán gigantescas; si es sobre un párrafo, serán menores. Esa experiencia se parece a la que tiene un docente cuando se sirve de los buscadores de la web para detectar copipastes y plagios en los trabajos de sus alumnos sospechados. Pero la cuestión, el arte del buen deporte de la focalización de series y constelaciones, está en el fortuito tropiezo de una coincidencia intencional y mimetizada, sesgada y silenciosa.

Apenas llegué de Villa Gesell comencé a leer, no sin cierta morosidad y dificultades varias, “El Hombre sin Atributos”: novela volumétrica e inconclusa del ingeniero Robert Musil. Ya de por sí, el primer tomo de Seix Barral con más de seiscientas páginas, resulta difícil de maniobrar viajando parado en el colectivo 109. Pero no lo es menos, estando sentado, puesto que en su abundancia y aspiración de absoluto se abre en múltiples pensamientos abstractos, contemplaciones histórico filosóficas, análisis psicogestuales, precisiones tecnológicas y científicas, especulaciones jurídicas y diplomáticas, microhistorias de la pasión y del espíritu, vórtices y remansos. Uno deriva adormecido o súbitamente alarmado a lo largo de ese caudal imperial.

A veces, no soy fiel.

Quiero decir: a veces no soy un lector fiel. O por lo menos, no tengo a la fidelidad como un mandato ético, siempre presente (¿hay una ética del lector o una genealogía de la moral del lector?) Como mucho, siento el mandato ético de terminar el libro que ya comencé a leer (eso hace que elija con cuidado los volúmenes monstruosos, como es el de Musil, antes de empezarlos o adquirirlos.) Digo: no soy un lector fiel en el sentido de que algo me puede acicatear en medio de un libro extenso, y aventurarme hacia otro como si fuese en pos de una amante fugaz. Puede ser algo que esté en el mismo texto que leo (un pie de página ex libris.) Me lanzo al adulterio como un perro a la ciclista de piernas bronceadas. Más aún cuando es un libro fino, alguna nouvelle, algún ensayo. Pero en este caso, lo que me acicateó no fue un indicio en el mismo tomo de Musil, sino una inquietud demorada, algo que se despertó, tal vez, al leer blogs o suplementos literarios. Realmente ya no recuerdo qué. Probablemente, la comparación de esos tomos gruesos de Musil con los “Diarios” de Gombrowicz (¿cierta aspiración por la obra total en construcción?) Y supongo que de Gombrowicz, derivé hacia Ricardo Piglia y su primer libro de cuentos, el que hasta entonces no me había decidido a leer.

Lo cierto es que compré “La Invasión”, y me dediqué a leer sus cuentos, mientras “El Hombre sin Atributos” descansaba amodorrado sobre su señalador en la página doscientos y pico. Es más, a pesar de ser un lector infiel, llevaba en mi valija los dos libros como quien lleva puesta la sortija a su cita clandestina. Iba leyendo el cuento “Tardes de Amor”, donde dos personajes, Wagner y el maestro Pardo se citan para presenciar, en la habitación contigua, una escena clásica (que viene a contaminar, igual que si fuesen vasos comunicantes, ambos espacios en una ambigüedad erótica de a pares):

“Wagner se acercó a la puerta. Luego se arrodilló contra la cerradura. La mirada recayó primero sobre un papel blanco, luego sobre un vaso; después vio el brillo de un anillo en la mano abierta de una mujer. Fue un instante porque enseguida la mujer se alejó, luego vio que apoyaba las manos en el piso y se estiraba hacia atrás, desnuda, contra el hombre que la abrazaba y la obligaba a girar. Lo que veía se desintegraba en pequeños detalles; el cubrecama verde se extendía como un prado; una mano blanca descansaba sin sentido en el aire; una esclava dorada envolvió el tobillo de la mujer.”
(Ricardo Piglia, “Tarde de Amor” en “La Invasión”, Ed. Anagrama, 2006, página 56)

Y en ese momento, me asalta el déja-vù. El “ojo de la cerradura” es el punto de lectura, el mirador desde el cual advierto una constelación, una serie definida de puntos: “papel blanco”, “anillo”, “verde”. Puesto que se manifiesta como una serie, una sucesión de objetos definidos sobre el rayo de la mirada, reverbera con mayor intensidad en mi memoria lectora. Una vez que mi instinto se larga al rastrillaje del libro de Robert Musil, descubro maravillado la misma serie. ¡La había leído el día anterior!:

“Solimán escuchó. —¿Asisten también generales austriacos? —preguntó.
—Mire usted mismo —respondió Rachel—; ha venido por lo menos uno. Y se dirigieron juntos al agujero de la cerradura.
La mirada recayó primero sobre un papel blanco, luego sobre una nariz; una sombra grande pasó de largo; después se vio brillar un anillo. La vida se descomponía en claros detalles; el tapete verde se extendía como un prado; una mano blanca descansaba sin sentido en el vacío, cérea, como en un panóptico; y mirando al sesgo pude ver brillar el fiador dorado del general.”
(Robert Musil, “El Hombre sin Atributos”, Libro 1, Parte II, Capítulo 44, Ed. Seix Barral, 2006, páginas 187-188)

Lo que en un principio me pareció una coincidencia austeriana (haber leído en la vasta profusión de escenas, un día antes, una muy parecida al del libro de Piglia), al transcribir los párrafos, descubro el gesto intencional del autor. La escena es una trascripción mimética del párrafo de Musil, montada con la intencionalidad de un transplante de corazón. O más bien (y haciendo referencia al joyero del primer cuento de “La Invasión”), la de un orfebre que engarza una piedra antigua en un anillo moderno de muy diferente estilo y brillo. Advierto con mi monóculo de aumento cómo el engarce se evidencia: el “verde tapete” de la mesa donde se reúnen los austriacos a planear un evento patriótico se torna el “verde cubrecama” donde se reúnen los amantes adúlteros. La frase que le sigue: “(...) una mano blanca descansaba sin sentido en el vacío”, coincide 1 a 1, como el punto de máxima conexión, como la llave en su cerrojo.

(Nota al margen: Esa cerradura, como un bisagra hiperespacial, me lleva de un cuarto a otro -cuatro ambientes permutables de a dos.- Esto parece venir a respaldar un ensayito sobre “Respiración Artificial”, el cual esbocé hace varios años para un seminario sobre la Ficción dado por Roberto Ferro.)

Piglia nos advierte en el prólogo de “La Invasión” que su cuento ”Tardes de Amor” fue reescrito para esta nueva edición de Anagrama. Esta precisión, tal vez no sea casual ni dada al pasar. Lamentablemente no cuento con la edición original (1967) para cotejar una y otra versión. Aún así, la reconstrucción de la escena de escritura podría ser esta:
a) Revisando, el autor lee un acto de vouyerismo a través de una cerradura en su cuento original.
b) El autor recuerda un acto idéntico leído en la obra de Robert Musil.
c) Lo rastrea y lo engarza (no es un simple montaje linkeano, puesto que se realiza un “ajuste”, una operación de asimilación o de compatibilidad orgánica) reemplazando el anterior.
d) Y por último y principal: se calla.

Pero lo que me intriga, fuera de lo fortuito (o no) de mi tropiezo exploratorio, es el punto “d”. Es posible que las hechos, al momento de la reescritura, no se hayan dado así, pero me intriga el callar de Piglia. Y empieza la sospecha. ¿Puede escribirse por engarce toda una obra? ¿Puede que esta obra hipotética, sólo sea un vasto anillo de escenas engarzadas provenientes de otros libros? ¿Es un plagio, una intertextualidad, un tesoro para lectores avezados, un regodeo privado de lector-escritor sagaz? ¿Es un estilo, después de todo? En el callar parece coruscar el estilo argumental de Piglia: lo sospecho.

El silencio otorga y el azar también.