La conversación se estaba volviendo espesa. Liberados de la pesantez, los jinetes deben ser parcos. Las sillas de montar no permiten disquisiciones de alto vuelo. Salvo en corceles como los míos, alimentados con el piensotrébol y la alfalfa aeromóvil que cultivo en mis chacras experimentales. Sobre todo, el moro y el cebruno, los más comilones, en que íbamos montados Belgrano y yo. Una noche de pastar este forraje los provee, durante la digestión, de gas volátil suficiente para un vuelo de varias horas. Aristóteles logró animales de aire. El Vinci fabricó artefactos voladores, robando a las aves el secreto de propulsión y planeamiento de sus alas. Julio César daba de comer a sus caballos algas marinas infundiéndoles neptúnico vigor. Yo, basado en el principio de que el calor no es otra cosa que una substancia levitante más sutil que el humo, fuente de energía de la materia, hice algo mejor que el estagirita y el florentino: En lugar de fabricar aparatos mecánicos y aerodinámicos, logré cultivar pasturas térmicas. Pienso mágicamente útil. Usinas de fuerzas naturales de incalculables posibilidades en el perfeccionamiento de los animales y el progreso de la genética humana. Construcción de la super raza por medio de la nutrición. Alfa y omega de los seres vivos. He aquí Eldorado de nuestra pobre condición real. ¿No cree usted, general, que el plankton almacenado en los océanos podría solucionarnos la cosa? ¡Viveros inagotables de energía! Yo no conozco el mar, pero sé que es posible. Ustedes se hallan a sus bordes y deberían iniciar los experimentos. En secreto, pues de no hacerlo así podrían desencadenar la guerra de los ganaderos y matarifes, la avisordidez todavía más inagotable de los mercaderes portuarios.
Íbamos ya cabalgando entre las nubes en nuestros caballos mongolfieros. El mapa bermellón de la ciudad parecía aún más bermejo desde lo alto. El verde de los bosques más verdes. Las palmeras más empenachadas y esbeltas, enanas, enanísimas. Las sombras de las hondonadas, más obscuras. Fuego líquido derramaba la caída del sol sobre la bahía, sobre el caserío apiñado en las lomadas. ¡Oh qué bello paisaje!, exclamó Belgrano aspirando aire a todo pulmón. Remontó un poco sobre su silla. ¿Dónde anda Echevarría? No pude disimular mi sonrisa de satisfacción. Veía al entrometido secretario cabalgando entre las zanjas excavadas por los raudales y las inundaciones. ¡Véalo allá, general! ¡En lo más bajo del Bajo! ¡Qué mala suerte la de don Vicente Anastasio!, se condolió. ¡Perderse este espectáculo! Mala suerte en verdad, general. Su secretario va montado en el rocín de Fulgencio Yegros, apto únicamente para los juegos de sortija y las cuadreras.
Hagamos descender ya, dijo Belgrano, a nuestros bucéfalos aerostáticos. ¿Cómo se hace? ¿Se los pincha en alguna parte? ¿Tienen alguna válvula de escape? No, general. Todo sucede naturalmente. No se aterre usted. Son seres térmicos. Cuando se les acaba el gas, los caballos atierran. Todo sucede muy naturalmente. Las luces del ocaso son incomparables en esta estación del año. Contémplelas usted, general.
Libre por esta vez.
Yo, el Supremo- Augusto Roa Bastos
1 comentario:
Oh!! que hermoso relato de gases y corceles, de historias de los mas preciosas, tesoro de la humanidad...Dono tres pasajes al tibet, para que el Dalai les enseñe a levitar....
P. Cohelo
Publicar un comentario