Nabokov es, en mi opinión, un excelente escritor, y un lector por lo menos particular. Usaba la “crítica” (que no se acerca siquiera a la académica) como arma de diferenciación contra aquello que se le asemejaba. Como un entenado malquerido que odia a su padre. Sus lecciones de literatura rusa o sus irritantes opiniones contundentes especialmente dirigidas a ciertos escritores, suelen sorprendernos por lo arbitrarias, por su carencia de juicio analítico, por su antipática adjetivación. A Henry James lo llamaba esa “lenta tortuga”, se jactaba de haberse adelantado a Kafka con su “Invitación a una decapitación”, dio todo un curso sobre el Quijote ridiculizándolo, manifiesto una y otra vez su desprecio por la inverosímil cháchara de malas conciencias de Dostoievsky, sorprendiéndose de su popularidad fuera de Rusia. Sin embargo, basta leer toda su magnífica obra para notar cuánto se acercaba a Dostoievsky (Lolita es la ampliación de un argumento germinal anidando en “Crimen y Castigo”. “El Doble” y todos sus criminales cuyas voces dominan como marañas de serpientes lo narrado, recuerdan las novelas rusas de Nabokov), a Henry James (con todo su repertorio de puntos de vista engañosos, sus artistas y escritores, sus argumentos más sutiles) y con Cervantes (con sus locos y obsesos por la lectura, sus historias “como muñecas rusas”, sus escenas entre la crueldad y la belleza.) A los tres los negó y vituperó. Todo asesino debe ocultar sus huellas. Después de todo, Borges lo hizo con Lugones. Lean “Las fuerzas extrañas” y verán el precursor tan temido. Por lo menos, Borges pudo arrepentirse públicamente. Odiamos a lo que nos parecemos, más aún en la competencia. Nabokov no es la excepción.
Harold Bloom habla de missreading, que traducimos “mala lectura”, una especie de operación que el escritor hace de sus lecturas para elaborar su estilo y su mundo imaginativo. Pero, para intuir una operación más simple y cercana, yo diría que es una corrección lo que opera en el escritor, una corrección de sus propios “clásicos” (es decir, sus lecturas rectoras, más admiradas). ¿Cuántas veces hemos leído aquel libro de nuestro autor predilecto, para descubrir una fisura en su pared vidriada, una amorfidad en su espejo que con una mano, si fuese agua, si fuese posible, podríamos remediar tan fácilmente? Entonces, algunos de esos lectores correctores, emprendemos esa nueva conformación lunar. Y creyendo haber sorteado los peligros en una acabada línea argumentativa o estilística, creamos nuestros propios errores, nuestras interferencias inadvertidas, nuestra bella arruga ontológica que otro perseguidor se verá tentado de corregir. Como en el principio de incertidumbre, tan famoso a los espectadores de Copenhague, toda línea argumental se verá desviada por nuestra mejor observación sigilosa.
Hace poco, releí “La dádiva”, última novela rusa que Nabokov llegó a completar antes de emigrar a Estados Unidos. Volumétrica, expansiva, múltiple, recorrida por un arco voltaico que va de Pushkin a Gogol, narra las impresiones de un joven literato emigree ruso en la Berlín de los años veinte, que prepara sus primeras armas en la escritura y en el amor conyugal. La conseguí en el Gandi más grande del D.F. en mi viaje a México en el imposible año 2000, y mantuve con maravillada alegría sus tapas amarillas como probablemente Nabokov lo hubiera hecho con una mariposa nocturna, pulviscular y monstruosamente blanquecina de pelos, capturada en un extremo del mundo y de la noche. Un ansiado único ejemplar en extinción. No fue para mí su mejor novela; aletea aparatosamente en su exceso metafórico, en su juvenil egocentrismo de novela de aprendizaje, en su streamconciousness aletargado y tortugón. Da ganas de “corregirla”, de desenredar sus bucles ostentosos. Pero sigue siendo admirable en su imperfección. Y en ella leo un pasaje inquietante: en un claro del bosque alemán, se encuentran dos personajes que hasta hacía poco se evitaban extrañamente, pero se admiraban con actitud refleja.
Dice el poeta Koncheyev a Fiodor, el jóven protagonista, en el último capítulo de La Dádiva: “Yo tengo costumbres diferentes, gustos distintos; por ejemplo, no puedo soportar a su Fet, y en cambio soy un ardiente admirador del autor de “El doble” y Los demonios, a quien usted está dispuesto a menospreciar. . . Hay muchas cosas de usted que no me gustan -su estilo de San Petersburgo, su tinte gálico, su neovolterianismo y su debilidad por Flaubert (…)”
Por otro lado, en el prólogo a la edición inglesa de esta última novela rusa, Nabokov aclara al lector “Desde 1922 yo vivía en Berlín, simultáneamente, pues, con el joven del libro; pero ni esta coincidencia, ni el que yo comparta alguna de sus aficiones, como la literatura y la lepidópteros, debe hacer exclamar “aja” e identificar al dibujante con el dibujo. No soy, ni he sido nunca, Fiodor Gudonov-Cherdyntsev; mi padre no es el explorador del Asia central en quien puedo convertirme algún día; nunca he cortejado a Zina Mertz, y nunca me he preocupado por el poeta Koncheyev o cualquier otro escritor. De hecho, es más bien en Koncheyev, y en otro personaje secundario, el novelista Vladimirov, donde advierto trazos sueltos de mí mismo tal como era alrededor de 1925.”
Esta cita me permite hacer una relectura del párrafo anterior. Es en Koncheyev y no en Fiodor que Nabokov se ve representado. ¿Nabokov admirando a Dostoievsky? Si bien, esta conversación entre Koncheyev y Fiodor es imaginaria, es decir, ensamblada con relamido gusto en la mente del protagonista (potenciando la ficción elevada a la ficción), no deja de ser una notable puesta en escena de lecturas críticas reflejas: Nabokov leyendo a Dostoievsky, Nabokov leyéndose a sí mismo. Los espejos, los engaños ópticos que tradujo a líneas textuales, eran los juguetes preferidos de Nabokov. Los usaba como puntos de vista narrativos (James), los usaba como vehículo formal, los usaba como dispositivos y trampas argumentales (“El Ojo”, por ejemplo.) Bello espejo es este párrafo que les acerco, donde vibra un Nabokov y un antiNabokov (y aquí reverbera el antiTierra de “Ada o el ardor”), con Dostoievsky en el medio (así como nosotros estamos entre el fondo y el delante de “Las meninas” leída por Foucault. Invisibilizados aunque necesariamente presentes).
Como si al emigrar, al pasar del ruso al inglés, de las letras cirílicas a las occidentales, por las mismas propiedades especulares de su notación, transformaran las lecturas, los precursores de Nabokov. Como atravesar el espejo, y lo que antes era diurno ahora es nocturno, y lo que me alimentaba hoy me da hambre. Ecosistemas antagónicos, engañosos sistemas de fuga, opiniones poco contundentes que nos enseñan a desconfiar. ¿Nabokov o antinabokov? ¿Qué doble es la réplica, cuál el original?
Harold Bloom habla de missreading, que traducimos “mala lectura”, una especie de operación que el escritor hace de sus lecturas para elaborar su estilo y su mundo imaginativo. Pero, para intuir una operación más simple y cercana, yo diría que es una corrección lo que opera en el escritor, una corrección de sus propios “clásicos” (es decir, sus lecturas rectoras, más admiradas). ¿Cuántas veces hemos leído aquel libro de nuestro autor predilecto, para descubrir una fisura en su pared vidriada, una amorfidad en su espejo que con una mano, si fuese agua, si fuese posible, podríamos remediar tan fácilmente? Entonces, algunos de esos lectores correctores, emprendemos esa nueva conformación lunar. Y creyendo haber sorteado los peligros en una acabada línea argumentativa o estilística, creamos nuestros propios errores, nuestras interferencias inadvertidas, nuestra bella arruga ontológica que otro perseguidor se verá tentado de corregir. Como en el principio de incertidumbre, tan famoso a los espectadores de Copenhague, toda línea argumental se verá desviada por nuestra mejor observación sigilosa.
Hace poco, releí “La dádiva”, última novela rusa que Nabokov llegó a completar antes de emigrar a Estados Unidos. Volumétrica, expansiva, múltiple, recorrida por un arco voltaico que va de Pushkin a Gogol, narra las impresiones de un joven literato emigree ruso en la Berlín de los años veinte, que prepara sus primeras armas en la escritura y en el amor conyugal. La conseguí en el Gandi más grande del D.F. en mi viaje a México en el imposible año 2000, y mantuve con maravillada alegría sus tapas amarillas como probablemente Nabokov lo hubiera hecho con una mariposa nocturna, pulviscular y monstruosamente blanquecina de pelos, capturada en un extremo del mundo y de la noche. Un ansiado único ejemplar en extinción. No fue para mí su mejor novela; aletea aparatosamente en su exceso metafórico, en su juvenil egocentrismo de novela de aprendizaje, en su streamconciousness aletargado y tortugón. Da ganas de “corregirla”, de desenredar sus bucles ostentosos. Pero sigue siendo admirable en su imperfección. Y en ella leo un pasaje inquietante: en un claro del bosque alemán, se encuentran dos personajes que hasta hacía poco se evitaban extrañamente, pero se admiraban con actitud refleja.
Dice el poeta Koncheyev a Fiodor, el jóven protagonista, en el último capítulo de La Dádiva: “Yo tengo costumbres diferentes, gustos distintos; por ejemplo, no puedo soportar a su Fet, y en cambio soy un ardiente admirador del autor de “El doble” y Los demonios, a quien usted está dispuesto a menospreciar. . . Hay muchas cosas de usted que no me gustan -su estilo de San Petersburgo, su tinte gálico, su neovolterianismo y su debilidad por Flaubert (…)”
Por otro lado, en el prólogo a la edición inglesa de esta última novela rusa, Nabokov aclara al lector “Desde 1922 yo vivía en Berlín, simultáneamente, pues, con el joven del libro; pero ni esta coincidencia, ni el que yo comparta alguna de sus aficiones, como la literatura y la lepidópteros, debe hacer exclamar “aja” e identificar al dibujante con el dibujo. No soy, ni he sido nunca, Fiodor Gudonov-Cherdyntsev; mi padre no es el explorador del Asia central en quien puedo convertirme algún día; nunca he cortejado a Zina Mertz, y nunca me he preocupado por el poeta Koncheyev o cualquier otro escritor. De hecho, es más bien en Koncheyev, y en otro personaje secundario, el novelista Vladimirov, donde advierto trazos sueltos de mí mismo tal como era alrededor de 1925.”
Esta cita me permite hacer una relectura del párrafo anterior. Es en Koncheyev y no en Fiodor que Nabokov se ve representado. ¿Nabokov admirando a Dostoievsky? Si bien, esta conversación entre Koncheyev y Fiodor es imaginaria, es decir, ensamblada con relamido gusto en la mente del protagonista (potenciando la ficción elevada a la ficción), no deja de ser una notable puesta en escena de lecturas críticas reflejas: Nabokov leyendo a Dostoievsky, Nabokov leyéndose a sí mismo. Los espejos, los engaños ópticos que tradujo a líneas textuales, eran los juguetes preferidos de Nabokov. Los usaba como puntos de vista narrativos (James), los usaba como vehículo formal, los usaba como dispositivos y trampas argumentales (“El Ojo”, por ejemplo.) Bello espejo es este párrafo que les acerco, donde vibra un Nabokov y un antiNabokov (y aquí reverbera el antiTierra de “Ada o el ardor”), con Dostoievsky en el medio (así como nosotros estamos entre el fondo y el delante de “Las meninas” leída por Foucault. Invisibilizados aunque necesariamente presentes).
Como si al emigrar, al pasar del ruso al inglés, de las letras cirílicas a las occidentales, por las mismas propiedades especulares de su notación, transformaran las lecturas, los precursores de Nabokov. Como atravesar el espejo, y lo que antes era diurno ahora es nocturno, y lo que me alimentaba hoy me da hambre. Ecosistemas antagónicos, engañosos sistemas de fuga, opiniones poco contundentes que nos enseñan a desconfiar. ¿Nabokov o antinabokov? ¿Qué doble es la réplica, cuál el original?