El avance tecnológico es tan avasallador que no nos da tiempo a la sorpresa. Recuerdo con precisión, en mi adolescencia, el estar fascinado con una ZX81 recientemente traída de EEUU como material superado. Tenía tan sólo 81 kb de memoria RAM, y había que apretar con sumo cuidado su teclado de cartón, puesto que enseguida se colgaba y perdía todo ese laberinto cuadriculado que veíamos mi primo y yo en el televisor blanco y negro. Ahora, uno sube a un colectivo bamboleante y viaja atravesado de ondas vibrátiles: celulares con computadoras y filmadoras incorporadas, “walkman”-mp3 que albergan miles de temas sin tener que bobinarlos con una birome. Pero en nuestro sonambulismo tecnológico adquirimos todo esto como en un sueño, poniéndonos de cabeza con la naturalidad de lo cotidiano.
Sin embargo, hay objetos milenarios que vienen del fondo de los tiempos para sorprender nuestro pensamiento como criaturas recién engendradas.
Mi hermana la menor fue quien me regaló una de ellas la navidad del 2005. ¿Quién lee los prospectos e indicaciones para armar, los manuales del usuario, cuando le regalan tecnología? Generalmente, al igual que los chicos, empezamos a tocar botones, a probar combinaciones, abrir y cerrar tapas, y terminamos por dominar con cierta solvencia el artilugio. Uno va a los manuales cuando tiene algún problema de funcionamiento, sino se va directo a un 0800 o a un amigo que sepa del tema. El conocimiento digital que van adquiriendo las siguientes generaciones, ayuda a desestimar los manuales y las instrucciones detalladas. Lo íconos nos guían como radio faros de una pista de aterrizaje. El regalo de mi hermana también venía con su ajustado manual, su listado de instrucciones, pero por sus características “evolutivas”, éstas eran insoslayables. No era un aparato tecnológico, sino una criatura dormida.
Queriendo estimular mi insipiente gusto por las artes culinarias, mi hermana me había regalado un Wok, y con la minuciosidad detallista que la caracteriza, lo acompañó de un librito sencillo, breve y fascinante que se llama “Cocine con wok. Recetas de Oriente y Occidente” de Lee T. Furikake. Imagínense, tenía en una mano ese hondo cuenco de hierro gris que pesa lo que un hacha, y en la otra, todo el Oriente y el Occidente. Los recetarios siempre son libros del exceso, aunque contenidos y potenciales en fórmulas mínimas. “Leé atentamente las instrucciones del libro”, me advirtió mi hermana la menor, “sino no vas a poder cocinar. Hay que curarlo bien.” “¿Cómo?”, exclamé divertido, “¿me lo regalás enfermo?”
Parece un chiste, pero bien pensado, no lo es. Sino lean con el detenimiento que puedan, las siguientes instrucciones para curar el wok según mi amigo Lee:
· Poner el wok a fuego fuerte y calentarlo hasta que cambie de color (de gris oscuro a gris claro o azulado).
· Lavarlo con agua fría y un poco de detergente, utilizando un cepillo de bambú o cerdas suaves para remover los posibles químicos quemados.
· Llenar el wok con agua, ponerlo a fuego fuerte y dejar que hierva por unos minutos. Luego, desechar el agua, y secar el wok con un papel absorbente.
· Verter media taza de aceite vegetal y poner el wok a calentar, a fuego fuerte, hasta que empiece a humear. Bajar el fuego y extender el aceite por las paredes del wok. Mantener el wok sobre el fuego durante media hora, aproximadamente, y luego descartar el aceite.
· Llenar de nuevo el wok con agua, dejar que hierva, desecharla y repetir la misma operación, dos o tres veces. Luego, secarlo.
· Extender un poco de aceite por toda la superficie del wok, y ya estará listo para utilizarlo
Intimidante, ¿no? El wok fue a parar a lo alto de la alacena y desde allí me miraba suspirando como un Gizmo. Después de todo, me sentía como aquel personaje de “Gremlins” que recibe al tierno y aburrido Gizmo con esas prohibiciones impostergables. También un chino, el Oriente, estaba detrás de ese quilombo a punto de estallar. Estuvo meses allí esperando, y cada vez que hojeaba el recetario me veía tentado a probar sus capacidades. Capacidades que estaban dormidas y que mi pereza por cumplir instrucciones tan rígidas, le impedían desarrollar. Finalmente hace unos pocos meses, y con la ayuda de mi hermana, cumplimos su destino. Lo que me atemorizaba era esa cíclica noria del fuego más fuerte, el agua y el aceite hirviendo. Quien haya estado trabajando en una fragua, sabe que la manipulación de metales al rojo vivo, puede traer aparejada llagas y otras incomodidades. Así que, a prudente distancia, vimos la vulcánica transformación del wok. Primero fue el lento cambio de su color a un azul eléctrico de peligrosa belleza. Luego el agua hirviendo burbujeando de rabia. Lo peor fue el aceite. Entre los estallidos y el humo negro que sumió la cocina en un olor fuerte y dulce como una sopa inglesa, nos vimos echados a ambientes más respirables. Al final, ahí estaba: el wok curado. Lo llamaremos Wokie. ¿Wokie Wuan Quenobi?
Al igual que un pókemon, irradiando rayos y centellas de color fulminante, había evolucionado. Y eso era lo raro: la necesidad de su evolución. Es extraño cómo esta idea de la descarga evolutiva, recorre permanentemente el imaginario oriental. Los pókemons, por ejemplo. ¿Qué diferencia hay entre éstos y la riña de gallos o la pelea de perros? ¿No están también ahí los entrenadores azuzando sus criaturas a un combate de rabia y dolor? Pero no. Momento. La diferencia está en que, en estos dibujos japoneses, sus criaturas evolucionan, se despliegan. Una bella idea que trasciende las figuras arcaicas de la riña y la apuesta bárbara e ilegal. Pienso en los origamis: esos dobleces intrincados que siglos de prueba y error han transformado en figuras maravillosas. Dicen que hay un origami como un bollito de papel que al arrojarlo al agua se despliega formando una flor, un nenúfar crepitante y súbito.
El tema del bollo y el despliegue es similar a un salto evolutivo (salto que, por otro lado, el profesor Jay Gould postula para un nuevo darwinismo.) Pienso, por ejemplo, en una serie de televisión que veía de chico: las aventuras de un héroe llamado Ultra 7 (precursor de alguna forma de los power ranger). Lanzaba pastillas que germinaban instantáneamente en criaturas rascaciélicas, trenzándose en una lucha pesada y ebria con un godzilla de ojos de papel y amenazando destruir Tokio (pesadilla recurrente pero poco destructiva como lo podría ser un tsunami.)
Más allá de la miniaturización incesante que la tecnología articula, de este afán de poner en un canal cinco canales, de apelotonar en un mismo botón los mass media, de escribir con células o de clonar bytes por millares en un centímetro cuadrado, en definitiva, de apretar todas las huestes angélicas del cielo en una punta de alfiler, están estos otros objetos arcaicos que nos rodean sin nosotros advertirlos.
Dormidos, delicados en su torpeza, patitos feos del intelecto y la funcionalidad. Olvidados entre la maleza como juguetes en casas de verano. Torpes y “enfermos”. A punto de evolucionar en medio de fantásticos efectos una vez que decidamos seguir la instrucciones. Y eso cuando las encontramos. . . Porque, después de todo, es posible que haya algunos que no traen instrucciones, esperando que demos con ellas.
Decime, mirá en derredor. Fijate bien y decime. ¿Cuántos wokies tenés vos?
Sin embargo, hay objetos milenarios que vienen del fondo de los tiempos para sorprender nuestro pensamiento como criaturas recién engendradas.
Mi hermana la menor fue quien me regaló una de ellas la navidad del 2005. ¿Quién lee los prospectos e indicaciones para armar, los manuales del usuario, cuando le regalan tecnología? Generalmente, al igual que los chicos, empezamos a tocar botones, a probar combinaciones, abrir y cerrar tapas, y terminamos por dominar con cierta solvencia el artilugio. Uno va a los manuales cuando tiene algún problema de funcionamiento, sino se va directo a un 0800 o a un amigo que sepa del tema. El conocimiento digital que van adquiriendo las siguientes generaciones, ayuda a desestimar los manuales y las instrucciones detalladas. Lo íconos nos guían como radio faros de una pista de aterrizaje. El regalo de mi hermana también venía con su ajustado manual, su listado de instrucciones, pero por sus características “evolutivas”, éstas eran insoslayables. No era un aparato tecnológico, sino una criatura dormida.
Queriendo estimular mi insipiente gusto por las artes culinarias, mi hermana me había regalado un Wok, y con la minuciosidad detallista que la caracteriza, lo acompañó de un librito sencillo, breve y fascinante que se llama “Cocine con wok. Recetas de Oriente y Occidente” de Lee T. Furikake. Imagínense, tenía en una mano ese hondo cuenco de hierro gris que pesa lo que un hacha, y en la otra, todo el Oriente y el Occidente. Los recetarios siempre son libros del exceso, aunque contenidos y potenciales en fórmulas mínimas. “Leé atentamente las instrucciones del libro”, me advirtió mi hermana la menor, “sino no vas a poder cocinar. Hay que curarlo bien.” “¿Cómo?”, exclamé divertido, “¿me lo regalás enfermo?”
Parece un chiste, pero bien pensado, no lo es. Sino lean con el detenimiento que puedan, las siguientes instrucciones para curar el wok según mi amigo Lee:
· Poner el wok a fuego fuerte y calentarlo hasta que cambie de color (de gris oscuro a gris claro o azulado).
· Lavarlo con agua fría y un poco de detergente, utilizando un cepillo de bambú o cerdas suaves para remover los posibles químicos quemados.
· Llenar el wok con agua, ponerlo a fuego fuerte y dejar que hierva por unos minutos. Luego, desechar el agua, y secar el wok con un papel absorbente.
· Verter media taza de aceite vegetal y poner el wok a calentar, a fuego fuerte, hasta que empiece a humear. Bajar el fuego y extender el aceite por las paredes del wok. Mantener el wok sobre el fuego durante media hora, aproximadamente, y luego descartar el aceite.
· Llenar de nuevo el wok con agua, dejar que hierva, desecharla y repetir la misma operación, dos o tres veces. Luego, secarlo.
· Extender un poco de aceite por toda la superficie del wok, y ya estará listo para utilizarlo
Intimidante, ¿no? El wok fue a parar a lo alto de la alacena y desde allí me miraba suspirando como un Gizmo. Después de todo, me sentía como aquel personaje de “Gremlins” que recibe al tierno y aburrido Gizmo con esas prohibiciones impostergables. También un chino, el Oriente, estaba detrás de ese quilombo a punto de estallar. Estuvo meses allí esperando, y cada vez que hojeaba el recetario me veía tentado a probar sus capacidades. Capacidades que estaban dormidas y que mi pereza por cumplir instrucciones tan rígidas, le impedían desarrollar. Finalmente hace unos pocos meses, y con la ayuda de mi hermana, cumplimos su destino. Lo que me atemorizaba era esa cíclica noria del fuego más fuerte, el agua y el aceite hirviendo. Quien haya estado trabajando en una fragua, sabe que la manipulación de metales al rojo vivo, puede traer aparejada llagas y otras incomodidades. Así que, a prudente distancia, vimos la vulcánica transformación del wok. Primero fue el lento cambio de su color a un azul eléctrico de peligrosa belleza. Luego el agua hirviendo burbujeando de rabia. Lo peor fue el aceite. Entre los estallidos y el humo negro que sumió la cocina en un olor fuerte y dulce como una sopa inglesa, nos vimos echados a ambientes más respirables. Al final, ahí estaba: el wok curado. Lo llamaremos Wokie. ¿Wokie Wuan Quenobi?
Al igual que un pókemon, irradiando rayos y centellas de color fulminante, había evolucionado. Y eso era lo raro: la necesidad de su evolución. Es extraño cómo esta idea de la descarga evolutiva, recorre permanentemente el imaginario oriental. Los pókemons, por ejemplo. ¿Qué diferencia hay entre éstos y la riña de gallos o la pelea de perros? ¿No están también ahí los entrenadores azuzando sus criaturas a un combate de rabia y dolor? Pero no. Momento. La diferencia está en que, en estos dibujos japoneses, sus criaturas evolucionan, se despliegan. Una bella idea que trasciende las figuras arcaicas de la riña y la apuesta bárbara e ilegal. Pienso en los origamis: esos dobleces intrincados que siglos de prueba y error han transformado en figuras maravillosas. Dicen que hay un origami como un bollito de papel que al arrojarlo al agua se despliega formando una flor, un nenúfar crepitante y súbito.
El tema del bollo y el despliegue es similar a un salto evolutivo (salto que, por otro lado, el profesor Jay Gould postula para un nuevo darwinismo.) Pienso, por ejemplo, en una serie de televisión que veía de chico: las aventuras de un héroe llamado Ultra 7 (precursor de alguna forma de los power ranger). Lanzaba pastillas que germinaban instantáneamente en criaturas rascaciélicas, trenzándose en una lucha pesada y ebria con un godzilla de ojos de papel y amenazando destruir Tokio (pesadilla recurrente pero poco destructiva como lo podría ser un tsunami.)
Más allá de la miniaturización incesante que la tecnología articula, de este afán de poner en un canal cinco canales, de apelotonar en un mismo botón los mass media, de escribir con células o de clonar bytes por millares en un centímetro cuadrado, en definitiva, de apretar todas las huestes angélicas del cielo en una punta de alfiler, están estos otros objetos arcaicos que nos rodean sin nosotros advertirlos.
Dormidos, delicados en su torpeza, patitos feos del intelecto y la funcionalidad. Olvidados entre la maleza como juguetes en casas de verano. Torpes y “enfermos”. A punto de evolucionar en medio de fantásticos efectos una vez que decidamos seguir la instrucciones. Y eso cuando las encontramos. . . Porque, después de todo, es posible que haya algunos que no traen instrucciones, esperando que demos con ellas.
Decime, mirá en derredor. Fijate bien y decime. ¿Cuántos wokies tenés vos?
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