domingo, septiembre 16

Damero

Creo que la primera vez que se me ocurrió, estaba bebiendo una ginebra en un bar oscuro y viejo de Esquel. El hecho de que estuviera tomando esta bebida, por demás tan novelesca, se debía a que me encontraba en una de esas situaciones tan literarias, o má bien, de aquellas que uno quiere llenar de literatura: lamentaciones, rabia, blasfemias, un pobre corazón roto que no deja de juntarse en pedazos y volverse a quebrar de mil maneras diferentes. Siempre nos decubrimos tontos cuando nos miramos con la distancia del recuerdo. Lo cierto es que me sentía un infierno caminante y creía que el único combustible para ahogar sus llamas era otro líquido igualmente llameante. Así que a cada trago de ginebra, sentía su incendio y dos torpes lágrimas se me escapaban; más por reacción física que sentimental.

Dos hombres grandes, a pocos metros de mi mesa, jugaban en silencio a las damas. Seguía entre atento y hostil el movimiento meditado de sus piezas y sus manos. Entonces, ahí se me ocurrió la forma del infierno. O más bien el emplazamiento topográfico del infierno. Imaginé (de ahí en más), que la sucia guerra espiritual entre ángeles y demonios se daba sobre el espacio limitado de un damero. Que cada escaque oscuro del entafilado era una zona del infierno, como si fuese el piso de madera de un cuarto del infierno. Todo un entramado de cuartos separados, pero soldados por sus cuatro vértices, unos con otros.

Ésta fue mi primera visión de un infierno: lugar que aún mi mente no había amueblado.

Sé que dirán que tengo una imaginación enfermiza; no por esta visión poco original de un infierno a medida de mis aspiraciones artísticas, si no por lo que voy a decirles ahora.

Meses más tarde, leyendo un diario en Buenos Aires, leí lo de aquellos niños de 9 y 10 años que asesinaron a sangre fría a otro de 3. Lo pienso y se me eriza la piel. Ese día completé mi visión. Ese día sentí y vi perfectamente que esos cuartos, eran los cuartos de los niños.

No puedo evitarlo; veo sobre la madera oscura del entafilado el desorden: los juguetes olvidados, los colores chillones, los muñecos inmóviles como incubos y súcubos; los artilugios de la muerte en lo oscuro, de los asesinos y sus crueldades que se apoderan como espíritus de los soldaditos de plomo, de los carritos, de las muñecas mutilables que habitan las cunas mecidas por la noche.

El cuarto de los niños. . .

3 comentarios:

Anónimo dijo...

El terror habita siempre el cuarto de los niños, aunque los niños crezcan y cambien de cuarto, lo reconocerán cuando regrese porque ahí lo conocieron. Novelesca, es con s. Saludos, Miguel.

Miguel P. Soler dijo...

Encima de que vengo publicando poco y nada, me mando estos errores traicioneros. Posiblemente pensaba en que "crezca", pero no estoy seguro.
Gracias, Inx

Rain dijo...

Tu imagen es mortalmente hiriente cuando la cuentas porque derrumba ese mundo idealizado de una infancia. Ya no está la inocencia en su estado más fresco. ¡Sin embargo no es así!, me corrijo: un infante lo es hasta los seis años aproximadamente. Los que mataron al pequeño habían destruido su infancia antes, Y se desnaturalizaron.

Decía que es hiriente la imagen de los escaques/habitaciones, porque desde mi experiencia, el tablero simboliza el espacio de los trebejos. No veo redondelas para jugar sobre su superficie, si no alfiles, peones...Las sombras de lo que no tiene retorno habitan lejos de esos escaques.

Un gran salute, Dural.