jueves, febrero 2

Turbulencia y ondas expansivas

Si bien he vuelto el lunes de la semana pasada, el cúmulo de visiones y reflexiones, de proyectos esbozados mientras desovillaba un sendero, la información que se registra de la charla con la gente que uno se topa en los viajes es tal, que termino por tropezar en la mudez escrituraria.

Si hiciésemos un fogón, acarreando todo es material combustible que encontramos secándose a la intemperie del bosque, sería más fácil contarles y que me cuenten. Las crónicas de los viajes suelen aburrir a quién no está interesado en ese tema específico, y casi siempre, nos llegan deslucidas y ajenas. Por eso elijo atomizar el material, dispersarlo, entregarlo anclado de reflexiones y contigüidades.

El domingo vine del Frío húmedo de Ushuaia. Por supuesto, viajé en avión (objeto de mis estudios por años.) La aeronave era un MD-80, con los dos motores en la cola. Y precisamente en la cola estaban nuestros asientos, por lo que a través de mi ventanilla lo único que alcanzaba a ver era gran parte del carenado azul de la turbina derecha, un fragmento de cielo y tierra, y el borde de fuga del ala. A pesar de que Vale estuvo descontenta por la ubicación (teniamos un tabique enfrente, la gente nerviosa del sector en las filas de al lado, el baño químico atrás, y el motor que de tanto en tanto trataba de no inspeccionar), fue un viaje plácido, con poca turbulencia. Al aterrizar en el Aeropuerto Jorge Newbery, se abrió una compuerta en el cono de cola, y salimos entre el murmullo agudo y giratorio de las turbinas impactados por una onda de calor expansivo y pringoso. No era el calor de los motores sino el clima de Buenos Aires. Horas antes habiamos estado con camperas y cuellitos de polar, camperas y gorros de lana, y ahora nos descubriamos abrazados por el calor.

Sin embargo, este vuelo de regreso podría no haber ocurrido. Y aquí aperece el punto más "inquietante, extraño y/o peligroso" de mi viaje al Chalten. Ni el caminar por el filo de la morena del glaciar Torre, ni el empinado y cansador ascenso al Cerro Guanaco en Tierra del Fuego, ni la proximidad fiera, muda y pestilentemente hostil de un zorrino en el sendero se acercaron a ese instante de miedo que, propagándose en ondas expansivas, me tomó por rehén. Digamos que esto nunca me había pasado antes.

Nuestro vuelo a Río Gallegos salía a las 5 de la mañana del domingo, y tal como lo recomiendan, estabamos desde las 3:30 hs en el aeropuerto(¿sabían que el costo del pasaje en avión fue casi igual al de un bus con 2 días de viaje?). Finalmente, abordamos un avión de configuración más reducida que el que volvimos a Baires. Nuestros asientos eran junto a ventanilla de la fila de tres. Al abordar, notamos que las luces estaban atenuadas, y ubicándonos, que el techo sobre los asientos estaba muy bajo, la fila de adelante rozándonos las rodillas. Generalmente siempre es así, el aprovechamiento del espacio en un avión es esencial. Para colmo no había aire disponible en los surtidores del techo.

Por supuesto, yo iba del lado de ventanilla, y mientras aguardabamos el demorado carreteo de despegue, miraba a través de la doble capa casi transparente, un cielo oscuro y encapotado que de tanto en tanto, se rayaba de resplandores acoplados.

Nunca tuve miedo a volar. Un amigo, también ingeniero aeronáutico, se niega o evita volar porque dice que sabiendo cómo funciona, sabe también dónde puede fallar. Lo mío, en cambio, siempre fue nervios y cierta excitación de las posibilidades (lo que no soporto son los pozos de aire.) Pero en ese instante, en el avión, me dije: "un claustrofóbico no podría viajar bajo estas condiciones."

Y ahí empezó todo. Una onda expansiva de miedo y clautrofobia que nunca tuve en mi vida. Experimenté en esos minutos que fueron horas, todo el espectro de un pre ataque de pánico: el sudor frío, la parálisis, las palpitaciones. Mi mente pragmática sabía que era absurdo, todo era producto de mi empatía literaria: meterme en la mente de otro. Pero en ese juego había disparado una onda difícil de dominar: si pensaba que todo era una cuestión mental, retroalimentaba mi miedo, como si mi pensamiento se escindiera y descubriera que perdió el control del cuerpo. Valeria trató de tomarme la mano (ella tenía miedo también, pero no sabía en que infierno estaba metido yo), y sintió mi parálisis. No quería preocuparla y tratando de tomar control, me puse a ver las fotos de la revista de Aerolíneas Argentinas, intentando leer. Sin embargo todo se volvía inconprensible: como un ramalazo volvía a sentir la onda de miedo.

Recordé un programa de tele acerca de las fobias (una mujer que lloraba ante una pluma de pájaro, un hombre que no podía subir una escalera), y recordé también, el cuento del ángel sobre el puente de Cheever. Entonces pensé y sentí que no iba a poder volar, que me levantaría y nos dejaría a Vale y a mí sin vacaciones, porque no podría soportar cuatro horas encerrado en una caja colgando del aire sin gritar y sin tratar desesperadamente de abrir una compuerta. Fue un segundo de tensión increible. ¿Me había vuelto fóbico y peligroso? Si dejaba que esto ocurriera, me dije, estaba perdido: habría instaurado un nuevo límite absurdo en mi conocimiento del mundo. Me sumergí aún más en las fotos panorámicas de la revista (no podía levantar la vista) y comencé una charla que apenas podía hilar con Vale, respirando hondo cada tanto (cosa que la inquietaba, pero que observaba en prudente silencio).

Luego despegamos, sufrí con las turbulencias, y ya después de comer el refrigerio me sentí mejor y pude contarle que me había pasado. Ya la maravillosa aproximación a Ushuaia (antes de llegar a Gallegos), si bien oquestada de maniobras y paneos sobre el canal de Beagle, pude disfrutarla y considerarme fuera de peligro.

Pienso que la falta de sueño, cierto vacío en el estómago, la falta de aire y la estrechez del ambiente, produjo ese cuadro de pre-ataque de pánico. Pero también pienso en el disparador: el hábito exploratorio de quien escribe, esa necesidad empática de meterse en la mente de otro. Llegar al punto de no retorno (como lo expresa Kafka), podría ser un inquietante manera de transformarse, de transmigrar.

Sin embargo, mi querido lector, esta historia no es la historia "inquietante, extraña y/o peligrosa" que prometí contar.

Esa historia la contaré en mi próximo post.

Algo se aproxima. . .

1 comentario:

Santiago dijo...

siempre que uno viaja tiene experiencias para contar, algunas mas lindas que otras y algunas de miedo. yo siempre saco pasajes a Rio Gallegos por trabajo y cuando llego a casa de nuevo tengo cantidad de cosas para contar de los aviones y del vuelo