Pienso en la novela (o “antinovela”, como pretenden llamarla los críticos; yo, más bien diría, un finis terrae de las expansivas hectáreas de la Literatura) de Samuel Beckett: El Innombrable.
En ella discurre infinitamente un monstruo, un hombre del que queda sólo un tronco sin contacto más allá de su propia mente, un hombrevasija que únicamente puede hacer eso: monologar incesantemente. Esperando callar. Entorno a él, giran los personajes que él mismo ha creado (los protagonistas de las dos novelas anteriores de Beckett que, con ésta, forman un perturbador tríptico), y que ya inservibles por no poder representar sus experiencias indecibles, gravitan igual que satélites chatarra.
Este inmóvil “hablar” de aquello que se pretende hablar o escribir, es el monólogo subterráneo del autor en cualquier texto literario. Lo imagino imagino como una banda de baja frecuencia, intuído como el bordoneo percusivo de tambores remotos, y que acusa el sonido humano del pulso del autor. Puesto que el pulso es como un timer, como un relé, indica que el tiempo transcurre, pero a su vez, que está por finalizar. En vez de zarandear como un despertador, cuando suene su última onomatopeya, aquietará: el autor habrá de silenciarse y retornará a su oscura habitación privada. Es iluminador, para percibir este monologar infinitamente por debajo de la ficción escrita, la siguiente cita de Michel Foucault que extraigo de su texto El Lenguaje al Infinito:
“Es preciso hablar sin cesar durante tanto tiempo y tan alto como ese ruido indefinido y ensordecedor; más largo tiempo y más alto para que al mezclar su voz con él se llegue, sino ha hacerlo callar, sino a domarlo, al menos a modular su inutilidad en ese murmullo sin término que se llama literatura. Desde ese momento no es ya posible una obra cuyo sentido sería cerrarse sobre sí misma para que hable sólo su gloria.” Ese “ruido ensordecedor”, como lo llama Foucault, es el mismo que sentimos a veces por la noche, el mismo que acicateaba y acorralaba con veladores e insomnio a Nabokov.
Entonces, decía, este incesante monologar en El Innombrable, es como una banda pulsátil de graves casi inaudible. Por sobre ella, se alza el vapor de la trama, personajes, lenguaje y pensamiento.
Por debajo de las palabras de lo otros, late como un acento, la pulsación del autor. De quién vence el silencio porque tiene que hablar para vadearlo y señalarlo.
En ella discurre infinitamente un monstruo, un hombre del que queda sólo un tronco sin contacto más allá de su propia mente, un hombrevasija que únicamente puede hacer eso: monologar incesantemente. Esperando callar. Entorno a él, giran los personajes que él mismo ha creado (los protagonistas de las dos novelas anteriores de Beckett que, con ésta, forman un perturbador tríptico), y que ya inservibles por no poder representar sus experiencias indecibles, gravitan igual que satélites chatarra.
Este inmóvil “hablar” de aquello que se pretende hablar o escribir, es el monólogo subterráneo del autor en cualquier texto literario. Lo imagino imagino como una banda de baja frecuencia, intuído como el bordoneo percusivo de tambores remotos, y que acusa el sonido humano del pulso del autor. Puesto que el pulso es como un timer, como un relé, indica que el tiempo transcurre, pero a su vez, que está por finalizar. En vez de zarandear como un despertador, cuando suene su última onomatopeya, aquietará: el autor habrá de silenciarse y retornará a su oscura habitación privada. Es iluminador, para percibir este monologar infinitamente por debajo de la ficción escrita, la siguiente cita de Michel Foucault que extraigo de su texto El Lenguaje al Infinito:
“Es preciso hablar sin cesar durante tanto tiempo y tan alto como ese ruido indefinido y ensordecedor; más largo tiempo y más alto para que al mezclar su voz con él se llegue, sino ha hacerlo callar, sino a domarlo, al menos a modular su inutilidad en ese murmullo sin término que se llama literatura. Desde ese momento no es ya posible una obra cuyo sentido sería cerrarse sobre sí misma para que hable sólo su gloria.” Ese “ruido ensordecedor”, como lo llama Foucault, es el mismo que sentimos a veces por la noche, el mismo que acicateaba y acorralaba con veladores e insomnio a Nabokov.
Entonces, decía, este incesante monologar en El Innombrable, es como una banda pulsátil de graves casi inaudible. Por sobre ella, se alza el vapor de la trama, personajes, lenguaje y pensamiento.
Por debajo de las palabras de lo otros, late como un acento, la pulsación del autor. De quién vence el silencio porque tiene que hablar para vadearlo y señalarlo.
1 comentario:
Monólogo finito tan sólo por los márgenes de la lectura. Infinito por el efecto literario que rebasa la superficide las páginas, las texturas, la interpretación, los propios pensamientos...
Salute.
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