viernes, febrero 8

Ricardo Piglia: ¿el autor sin atributos?


Cuando uno busca departamento, es increíble como advertimos en cada esquina de la ciudad inmobiliarias que hasta entonces nos eran invisibles (y los fines de semana, centinelas de sonrisas plásticas nos esperan merodeando por dos o tres ambientes deshabitados.) Cuando llega el bebé, la ciudad se puebla de carritos y obstáculos, se forman carreras de fórmula cero y se evitan colisiones estrepitosas. Si acostumbramos el ojo a detectar el número 101 en cada matrícula que alcanzamos a leer mientras viajamos hacia el trabajo, veremos que a lo largo de los días hábiles, surge una escuadrilla inaudita de vehículos que nos induce a pensar que el universo se pliega a nuestra visión paranoide.

Pero más interesante que descubrir un solo aspecto que se repite como si fuese una pesadilla recurrente, es hallar una “serie recurrente”, es decir, dos o más aspectos que bajo cierto orden, establecen una coincidencia de grado mayor. Algo así como presenciar una alineación de planetas o descubrir la correcta secuencia de giros que nos hace abrir una caja de caudales. Como si merced a una propiedad óptica inherente a un entrenamiento inadvertido, existiera una subjetiva intención de focalizar o subrayar en fosforescente los puntos análogos de una configuración de hechos, clones o hrönir. El azar, esa especie de dios que suele tenerse por autónomo y autárquico, que no acude cuando se le reza sino cuando se lo ignora, también vendría a depender de la mirada, y específicamente, de la mirada retrospectiva. Un lector absoluto de la Biblioteca Universal (ojo: no la de Babel), podría en un simple paneo descubrir las coincidencias entre todos los textos existentes. Basta que al escanear se acote con precisión. Si lo hacemos sobre una palabra, las coincidencias serán gigantescas; si es sobre un párrafo, serán menores. Esa experiencia se parece a la que tiene un docente cuando se sirve de los buscadores de la web para detectar copipastes y plagios en los trabajos de sus alumnos sospechados. Pero la cuestión, el arte del buen deporte de la focalización de series y constelaciones, está en el fortuito tropiezo de una coincidencia intencional y mimetizada, sesgada y silenciosa.

Apenas llegué de Villa Gesell comencé a leer, no sin cierta morosidad y dificultades varias, “El Hombre sin Atributos”: novela volumétrica e inconclusa del ingeniero Robert Musil. Ya de por sí, el primer tomo de Seix Barral con más de seiscientas páginas, resulta difícil de maniobrar viajando parado en el colectivo 109. Pero no lo es menos, estando sentado, puesto que en su abundancia y aspiración de absoluto se abre en múltiples pensamientos abstractos, contemplaciones histórico filosóficas, análisis psicogestuales, precisiones tecnológicas y científicas, especulaciones jurídicas y diplomáticas, microhistorias de la pasión y del espíritu, vórtices y remansos. Uno deriva adormecido o súbitamente alarmado a lo largo de ese caudal imperial.

A veces, no soy fiel.

Quiero decir: a veces no soy un lector fiel. O por lo menos, no tengo a la fidelidad como un mandato ético, siempre presente (¿hay una ética del lector o una genealogía de la moral del lector?) Como mucho, siento el mandato ético de terminar el libro que ya comencé a leer (eso hace que elija con cuidado los volúmenes monstruosos, como es el de Musil, antes de empezarlos o adquirirlos.) Digo: no soy un lector fiel en el sentido de que algo me puede acicatear en medio de un libro extenso, y aventurarme hacia otro como si fuese en pos de una amante fugaz. Puede ser algo que esté en el mismo texto que leo (un pie de página ex libris.) Me lanzo al adulterio como un perro a la ciclista de piernas bronceadas. Más aún cuando es un libro fino, alguna nouvelle, algún ensayo. Pero en este caso, lo que me acicateó no fue un indicio en el mismo tomo de Musil, sino una inquietud demorada, algo que se despertó, tal vez, al leer blogs o suplementos literarios. Realmente ya no recuerdo qué. Probablemente, la comparación de esos tomos gruesos de Musil con los “Diarios” de Gombrowicz (¿cierta aspiración por la obra total en construcción?) Y supongo que de Gombrowicz, derivé hacia Ricardo Piglia y su primer libro de cuentos, el que hasta entonces no me había decidido a leer.

Lo cierto es que compré “La Invasión”, y me dediqué a leer sus cuentos, mientras “El Hombre sin Atributos” descansaba amodorrado sobre su señalador en la página doscientos y pico. Es más, a pesar de ser un lector infiel, llevaba en mi valija los dos libros como quien lleva puesta la sortija a su cita clandestina. Iba leyendo el cuento “Tardes de Amor”, donde dos personajes, Wagner y el maestro Pardo se citan para presenciar, en la habitación contigua, una escena clásica (que viene a contaminar, igual que si fuesen vasos comunicantes, ambos espacios en una ambigüedad erótica de a pares):

“Wagner se acercó a la puerta. Luego se arrodilló contra la cerradura. La mirada recayó primero sobre un papel blanco, luego sobre un vaso; después vio el brillo de un anillo en la mano abierta de una mujer. Fue un instante porque enseguida la mujer se alejó, luego vio que apoyaba las manos en el piso y se estiraba hacia atrás, desnuda, contra el hombre que la abrazaba y la obligaba a girar. Lo que veía se desintegraba en pequeños detalles; el cubrecama verde se extendía como un prado; una mano blanca descansaba sin sentido en el aire; una esclava dorada envolvió el tobillo de la mujer.”
(Ricardo Piglia, “Tarde de Amor” en “La Invasión”, Ed. Anagrama, 2006, página 56)

Y en ese momento, me asalta el déja-vù. El “ojo de la cerradura” es el punto de lectura, el mirador desde el cual advierto una constelación, una serie definida de puntos: “papel blanco”, “anillo”, “verde”. Puesto que se manifiesta como una serie, una sucesión de objetos definidos sobre el rayo de la mirada, reverbera con mayor intensidad en mi memoria lectora. Una vez que mi instinto se larga al rastrillaje del libro de Robert Musil, descubro maravillado la misma serie. ¡La había leído el día anterior!:

“Solimán escuchó. —¿Asisten también generales austriacos? —preguntó.
—Mire usted mismo —respondió Rachel—; ha venido por lo menos uno. Y se dirigieron juntos al agujero de la cerradura.
La mirada recayó primero sobre un papel blanco, luego sobre una nariz; una sombra grande pasó de largo; después se vio brillar un anillo. La vida se descomponía en claros detalles; el tapete verde se extendía como un prado; una mano blanca descansaba sin sentido en el vacío, cérea, como en un panóptico; y mirando al sesgo pude ver brillar el fiador dorado del general.”
(Robert Musil, “El Hombre sin Atributos”, Libro 1, Parte II, Capítulo 44, Ed. Seix Barral, 2006, páginas 187-188)

Lo que en un principio me pareció una coincidencia austeriana (haber leído en la vasta profusión de escenas, un día antes, una muy parecida al del libro de Piglia), al transcribir los párrafos, descubro el gesto intencional del autor. La escena es una trascripción mimética del párrafo de Musil, montada con la intencionalidad de un transplante de corazón. O más bien (y haciendo referencia al joyero del primer cuento de “La Invasión”), la de un orfebre que engarza una piedra antigua en un anillo moderno de muy diferente estilo y brillo. Advierto con mi monóculo de aumento cómo el engarce se evidencia: el “verde tapete” de la mesa donde se reúnen los austriacos a planear un evento patriótico se torna el “verde cubrecama” donde se reúnen los amantes adúlteros. La frase que le sigue: “(...) una mano blanca descansaba sin sentido en el vacío”, coincide 1 a 1, como el punto de máxima conexión, como la llave en su cerrojo.

(Nota al margen: Esa cerradura, como un bisagra hiperespacial, me lleva de un cuarto a otro -cuatro ambientes permutables de a dos.- Esto parece venir a respaldar un ensayito sobre “Respiración Artificial”, el cual esbocé hace varios años para un seminario sobre la Ficción dado por Roberto Ferro.)

Piglia nos advierte en el prólogo de “La Invasión” que su cuento ”Tardes de Amor” fue reescrito para esta nueva edición de Anagrama. Esta precisión, tal vez no sea casual ni dada al pasar. Lamentablemente no cuento con la edición original (1967) para cotejar una y otra versión. Aún así, la reconstrucción de la escena de escritura podría ser esta:
a) Revisando, el autor lee un acto de vouyerismo a través de una cerradura en su cuento original.
b) El autor recuerda un acto idéntico leído en la obra de Robert Musil.
c) Lo rastrea y lo engarza (no es un simple montaje linkeano, puesto que se realiza un “ajuste”, una operación de asimilación o de compatibilidad orgánica) reemplazando el anterior.
d) Y por último y principal: se calla.

Pero lo que me intriga, fuera de lo fortuito (o no) de mi tropiezo exploratorio, es el punto “d”. Es posible que las hechos, al momento de la reescritura, no se hayan dado así, pero me intriga el callar de Piglia. Y empieza la sospecha. ¿Puede escribirse por engarce toda una obra? ¿Puede que esta obra hipotética, sólo sea un vasto anillo de escenas engarzadas provenientes de otros libros? ¿Es un plagio, una intertextualidad, un tesoro para lectores avezados, un regodeo privado de lector-escritor sagaz? ¿Es un estilo, después de todo? En el callar parece coruscar el estilo argumental de Piglia: lo sospecho.

El silencio otorga y el azar también.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Aunque sean antiguos tapete y
cubrecama, el párrafo de Musil es bello. No he leído El Hombre sin atributos. Lo haré, espero pronto.

Unos leemos dos libros a la vez a veces, otras tres por ratos. Y quizás eso no es lo mejor, o sí, es estimulante. Como si las diferentes visiones plasmadas en cada libro nos retroalimentaran de distintas miradas que uno necesita se alternen para darnos más horizontes. Y no son puzzles, son miradas que van por lados paralelos.

Volviendo a Pligia, me pregunto ¿qué pasa cuando un supuesto escrito copiado es más hermoso o sólido que el original? No recuerdo en este momento el nombre de un joven escritor luego reivindicado por los surrealistas que escribió libros, por lo visto plagiando, y que sin embargo les ponía su genio. Se suicidó si no me equivoco, porque en su época era condenado socialmente por su delito, con ensañamiento.

En realidad es que todo es giratorio, cíclico, todo está allí en la vida, en los libros, y escribir una novela, un cuento..., lleva a quien lo hace a su más íntimo yo acometiendo lo que anhela, detesta, proyecta.
El azar puede ser una contingencia. Muchos lo subestiman, como si eso fuera dable, cuando el azar es misterio.


Salutes.

Miguel P. Soler dijo...

Film X, el tema de la copia es un tema espinoso. Por supuesto que depende del recorte, es decir, depende mucho de su extensión o de su inteligencia o su propuesta indicial. En cuanto al escritor reivindicado por lo surrealistas, supongo que hablás de Lautreamount (Isidoro Ducasse), quién murió por una enfermedad a los 21 y cuyo estilo polimorfo, hacia de la copia un estilo, extrayendo más bien sus textos de obras científicas (aunque pasticheaba estilos ajenos también.) Lo interesante es que intervenía el texto más haya de ser una simple copia. Para precisar esta sutil diferencia, te aconcejo la edición de "Los Cantos de Maldoror" prologados por Aldo Pellegrini. La disección crítica que hace Aldo es excelente y desmitificadora. Vale la pena tenerlo...
MUchas gracias por tu comment

Tino Hargén dijo...

Quirúrgico lo tuyo Miguel con las palabras y el análisis, como siempre. Y con esa forma tan barrroca de suturar las heridas conceptuales y dejarlas como un bordado.

Piglia, Piglia, viene completito completito el muchacho, pero no me soprende, es un producto más de la "literatura de lector".

Lo que espero es que no aparezca de nuevo el elenco estable de personeros e idiotas útiles con sus desvaríos ideológicos y estéticos habituales que usan para defender los vulgares choreos todo chanta intelectualoide que ande por ahí... Alguna vez me gustaría leer un debate sobre la intertextualidad en serio, fuera de las versiones interesadas o las ingenuas.

Rain dijo...

Dural, no es Lautreámont. Tengo ese libro en la Edición La Nave de los locos. Es uno de los paradigmáticos...

Ubicaré el nombre.
Hasta luego.

Anónimo dijo...

Los que lo reivindicaron vivieron en realidad antes del surrealismo. Eran:
Coleridge, Wordsworth y Keats, y el joven que antes de cumplir los 18 años se suicidaría en medio de una presión social implacable fue Tomas Chatterton en 1770. Acudado de plagiario, este joven escritor tuvo una historia azarosa.

Miguel P. Soler dijo...

Muy buena data, Rain Film X, la voy a tener en cuenta. No sé si no lei algo al respecto en los listados literarios de Vila Matas.
Saludos

Leandro dijo...

Lindo cruce. Leer a Piglia muchas veces me da la sensación de que algo se me está perdiendo, de que hay algo así como una urdimbre escondida detrás, y que quién sabe quién podría destejerla. Porque un tipo de la talla de Campbell expone, luego de arduos años, todos los secretos del Finnegans Wake porque es Joyce, pero ¿quién se toma el trabajo con alguien casi invisible como es Piglia? Sólo podemos esperar encuentros casuales como el que te deparó el azar a vos.

Lilian dijo...

Piglia nunca me gustó, tiene eso de sacar de aqui y de alla, aun cuando no sea literal. Me revienta q esté tan sobrevalorado (o valorado).

Miguel P. Soler dijo...

Lilian, a veces la sobrevaloración puede ser un mero efecto de mercado. Pero hay que considerar que para un lector crítico, es un espécimen interesante como lo puede ser cierto tipo de camaleón para un biólogo o un naturalista. Eso sí, te concedo, que su última novela "Blanco nocturno" me resultó muy decepcionante.