Hace tiempo y allá lejos, leí alguna que otra novela de Stephen King; en mi adolescencia: toneladas de esos libritos de ciencia ficción que vendían en los kioskos, leí la saga africana de Wilbur Smith; me divierten y sorprenden las dos primeras novelas de Andahazi. Toneladas de policiales del “Séptimo Círculo”. Toda la ciencia ficción de Minotauro.
Pero he dejado de leer los Best-Sellers (a menos que no tenga nada que leer), porque el tiempo se angosta, y es preferible agarrar alguna novela de saldo de Conrad o sacar algún libro de una biblioteca municipal, y sentirse un poco menos entretenido y un poco más desprotegido por las inclemencias del lenguaje. La curiosidad a veces me lleva a las primeras páginas del “Código Da Vinci”, pero leo unas pocas líneas y me siento como en una pobre excursión paga: todo está ahí, el sanguche, los baños, el sendero de 30 minutos, los 20 minutos de descanso, el punto panorámico para sacar mis fotos, el micro con música funcional; y no he sudado ni una vez, no me he sentido perdido, todo está bien señalizado, todo es predecible, todo cierra. Y encima pagué 60 pesos. Sí, lo leería, si tuviese que hacer una reseña y me pagan. Pero no gratis. Mejor sentirse extraviado, a la intemperie (como decía Juan José Saer.) Tal vez una postura un poco snob, un poco intelectualoide. No creo que sea del todo así, porque después de todo hay experimentos con el clishé o con los géneros menores que son interesantes (”Las sirenas de Titán”, de Vonnegut por ejemplo.) Pero fíjense que siempre nacieron a partir de las lecturas que el autor hizo de joven, de las cosas menores que hemos consumido de jóvenes. Arlt y sus lecturas rocambolescas. Vonnegut o Burroughs o Pynchon y sus lecturas de la revista de sf Amazing Stories. Nabokov y sus lecturas de Lewis Carrol (”Alicia detrás del espejo” prefigura estructuralmente a “La Defensa”, un de sus mejores novelas rusas, para mí una obra maestra.)