martes, octubre 23

Best-seller (un comment recobrado)

Hace tiempo y allá lejos, leí alguna que otra novela de Stephen King; en mi adolescencia: toneladas de esos libritos de ciencia ficción que vendían en los kioskos, leí la saga africana de Wilbur Smith; me divierten y sorprenden las dos primeras novelas de Andahazi. Toneladas de policiales del “Séptimo Círculo”. Toda la ciencia ficción de Minotauro.
Pero he dejado de leer los Best-Sellers (a menos que no tenga nada que leer), porque el tiempo se angosta, y es preferible agarrar alguna novela de saldo de Conrad o sacar algún libro de una biblioteca municipal, y sentirse un poco menos entretenido y un poco más desprotegido por las inclemencias del lenguaje. La curiosidad a veces me lleva a las primeras páginas del “Código Da Vinci”, pero leo unas pocas líneas y me siento como en una pobre excursión paga: todo está ahí, el sanguche, los baños, el sendero de 30 minutos, los 20 minutos de descanso, el punto panorámico para sacar mis fotos, el micro con música funcional; y no he sudado ni una vez, no me he sentido perdido, todo está bien señalizado, todo es predecible, todo cierra. Y encima pagué 60 pesos. Sí, lo leería, si tuviese que hacer una reseña y me pagan. Pero no gratis. Mejor sentirse extraviado, a la intemperie (como decía Juan José Saer.) Tal vez una postura un poco snob, un poco intelectualoide. No creo que sea del todo así, porque después de todo hay experimentos con el clishé o con los géneros menores que son interesantes (”Las sirenas de Titán”, de Vonnegut por ejemplo.) Pero fíjense que siempre nacieron a partir de las lecturas que el autor hizo de joven, de las cosas menores que hemos consumido de jóvenes. Arlt y sus lecturas rocambolescas. Vonnegut o Burroughs o Pynchon y sus lecturas de la revista de sf Amazing Stories. Nabokov y sus lecturas de Lewis Carrol (”Alicia detrás del espejo” prefigura estructuralmente a “La Defensa”, un de sus mejores novelas rusas, para mí una obra maestra.)

jueves, octubre 11

Nuevos fragmentos del discurso amoroso

[Imposible]

1. Siempre pensé, en mi primera juventud, cuando leía Olalla de R. L. Stevenson o cualquiera de esas célebres novelas de amores imposibles, que mi ingenio, mi capacidad para develar la núbil trama de la imposibilidad, podía salvarse con el lenguaje, con la previsión y el presentimiento de captar, a último instante, el aliento de aquella palabra que precediera al final.

Entonces, pensaba yo, con un pase retórico le cortaría las alas y me incrustaría en los ojos de la amada y toda imposibilidad sería sólo eco del pasado. Como en una carrera de obstáculos, yo sabría trazar mi camino directo a la salvación de aquel amor, aún cuando estuviese marcada la impronta, en nuestros rostros, de la ineluctable zozobra de la imposibilidad. Pero muchas veces luego, al sorprender mi alma el lenguaje, la palabra ineluctable, nada pude hacer para evadirla o tan sólo evidenciarla a mi amada, para que reconocida, pudiésemos salvarnos. Ya la veía aparecer, la sentía derrumbarse sobre nosotros como un ave negra, como el torvo cuervo poético; pero a ella la eclipsaba la ceguera. Siempre pensé que podría apresar la bestia de la disolución, pero es engañosa y esquiva. En su invisibilidad, una vez captada por los hombres, ya presas, se abandonan a sus fauces. Y yo me abandoné, advertido pero vencido de antemano, también…

[Fantasma]

2. La presente amada no es aquella a quién amé. La busco pero es huidiza y sólo se apresencia, dolorosa e instantáneamente, en las cosas que pertenecieron a nuestra historia: el mar, un día de perfumado cobre, el banco garabateado de una plaza, un trazo de su mano, el leve indicio de un recuerdo, una foto y aquella rosa disecada que es la misma rosa que corte para orlar su frente y que ahora se desgaja entre las páginas de un poemario adolescente. Y claro, pensé que encerrando todas esas cosas en una caja delicada, podría obtener aquella que ahora no existe. Sólo la continúa un fantasma presente que le roba los gestos, cierto timbre de la voz o la curva oceánica de su cabellera incendiaria. Obviamente no es ella; me habla distinto y no me veo reflejado en sus ojos.

Entonces no puede existir ese artificioso desenfreno del ser. Lo irrecuperable no puede apersonarse en lo que lo continúa. Debe morir, y yo seré quién corte su fantasma con mis manos.