martes, agosto 31

"Los Frasquitos" (una obra de teatro posmoderna)


La obra tiene un planteo bastante sencillo en principio. Es un policial de época, como se puede deducir de las vestimentas de los actores y de las marionetas. La primera escena, bajo una luz negra que precisa los reflejos y la palidez de la porcelana, ocurre dentro de lo que parece una cripta en cuyo centro se encuentran dos cuerpos: una muñeca de pálida vidriería y un muchacho igualmente pálido abrasado a ella. Irrumpe a escena, un notario, un médico, un par de policías y un personaje que se presenta como el juez. La muchacha está muerta desde hace días por envenenamiento. El muchacho que a ella se abraza, se encuentra en estado de coma, sin poderse precisar cuánto tiempo permanecerá en él. Sin lugar a dudas, éste es un homicidio y nos hallamos en la escena del crimen. ¿Quién ha asesinado a la muchacha? ¿Por qué este muchacho, armado de un puñal, se encuentra en estado comatoso en la escena del crimen? A su vez, el médico sostiene, complicando aún más el enigma, que el muchacho no tiene más de dos días en ese estado, por cuanto no pudo haberse dado el hecho de que estuviese presente al momento de morir ella. El juez ordena una ajustada lista de personas involucradas que a lo largo de la obra irán dando su versión de los hechos, descubriendo por cada una, secretas intenciones homicidas. Los sospechosos son: los padres de ella y de él, un farmacéutico tartamudo, un cura apesadumbrado, amigos y conocidos de ambas partes, todos extraños y extrañados de irse postulando como posibles autores de un hecho aberrante. En un principio argumentan que al morirse ella, supusieron que había fallecido de ha,bre y tristeza. Pero al descubrirse el veneno, el asesinato de esta dulce muchachita sale a la luz, descartándose a la vez el suicidio. El farmacéutico declara, sin faltar a la verdad, no conocerla ni haberla tratado, por cuanto niega haberle vendido ese veneno que, de hecho suele preparar para clientes exclusivos. El cura del pueblo, quien sí la conocía, dice entre sollozos que es imposible pensar en el suicidio en una chica tan devota, que solo quería vivir para amar y ser amada. Como en esos policiales ingleses, la obra se torna un sistema cerrado, donde todos pueden ser los culpables o una próxima víctima. Las idas y venidas con diálogos y peleas efectistas entre los personajes, bajo luces que atraviesan vitrales suspendidos, van dejando fuera de foco esa imagen central de la pareja trágica; hasta tal punto de que ocurren, sin poder intervenir el juez, dos asesinatos más. En el último acto, sobre los restos de espadas y cristalerías rotas (por efectos sonoros adecuados) el notario trae hasta el juez, un libro requisado. El juez, descubre así, casi en forma sesgada, que este sistema cerrado es en realidad la obra de Shakespeare, su famosa tragedia del amor. Pero mientras en aquel libro, quién se hallara dormida bajo los efectos de una pócima ofrecida por el cura era la bella muchacha; y consecuentemente, el muchacho se envenenaba creyéndola muerta con el frasquito comprado al famacéutico; en este caso, se había dado una inversión. Alguien había intercambiado los frasquitos, resultando la muerte inevitable de la muchacha, y el sueño comatoso del muchacho. No dejaba de ser un homicidio ya que el plan de la chica en un principio, era hacerse pasar por muerta para reunirse en secreto con el muchacho, eludiendo la prohibición fatal de sus padres. ¿Quién había invertido los frasquitos, cambiando el final de la historia?
El único culpable, no podía ser otro (rugía aquí el juez, haciendo vibrar la porcelana y el cristal), no podía ser otro más que el Lector. Lector que por distracción, o por pereza (la madre de todas las pestes), o con propósitos homicidas, había “leído erróneamente”, invirtiendo los frasquitos: el fatal veneno y la pócima del sueño. El actor que interpretaba al juez señalaba al auditorio, y casi siempre enganchaba a un espectador joven que venía a ver los ensayos. Es decir, que además de pretenciosa en esa mescolanza de actores y muñecos, con un libreto posmoderno, la obra era interactiva. De acuerdo con la reacción del público, los muñecos y actores seguían improvisando quince minutos más.
La sala que le habían cedido para actuar era un poco exigua; aún considerando que eran sólo ensayos, los pocos que iban (amigos, enemigos, ocasionales visitantes) no lograban llenar el espacio disponible. Sus caras, si bien variaban entre la admiración (ante los efectos y los muñecos) y la sorpresa de verse rodeados por el juez, los guardias, asesinos, médico y notario; no podían ocultar, a la hora de los saludos afectuosos, un futuro y fulminante debut, seguido de un cada vez más acentuado fracaso.

lunes, agosto 9

Los portátiles zapatos de Monsieur Teste

Estaba curiosiando el sitio de Enrique Vila-Matas (el cual me parece admirablemente construido), tras los pasos de su novela La asesina ilustrada ya que es díficil conseguirla aquí, cuando entro en una de sus páginas (en construcción) acerca de la Historia abreviada de la literatura portátil, enfocándome en el fragmento 9.

Este fragmento trata sobre Paul Valéry y está acompañado por una fotografía de Madoz (que vuelvo a pegar aquí), rebautizada con propiedad por Vila-Matas como: "Los zapatos de Monsieur Teste". Por supuesto, me sorprendió mucho (remitiéndome a un universo donde las coincidencias austerianas y las teletransportaciones de contrabando cibernéticas se mezclan en oscilaciones inadvertidas), porque hace unos cuantos años, yo había armado un post con un texto que escribí y tenía cierto aire a Valery y que presenté como un fragmento de su nouvelle Monsieur Teste perdido y encontrado entre las páginas de mis viejos diarios. Dicho post, lo acompañé con una fotografía de un artista que me fascina y había descubierto en otro medio: Chema Madoz, y que plasma en imágenes sorprendentes, sutiles paradojas que me sumen en ensoñaciones abstractas. En su momento, había elegido esta foto porque mi texto hablaba sobre la capacidad de convertirse en "el cazador de uno mismo" y los zapatos entreatados remitían a ese concepto casi incorpóreo.

Hoy, la oportunidad de descubrir en el sitio de Vila-Matas, reunidos en una misma entrada a Monsieur Teste y los zapatos entrelazados de Madoz, me hizo sentir un estremecimiento semejante a una experiencia Lautreamount: la belleza de ver reunidos sobre una mesa de disección un paraguas y una máquina de cocer .

Es más, en un momento me pareció que dicha entrada número 9 me estaba dedicada, ya que en ella se dice: "Un problema de los blogs literarios: Al buscar una cierta espontaneidad, corrigen poco cuando corregir –elaborar tras haber producido previamente el documento espontáneo- suele ser esencial para la escritura de un texto literario." Pero es muy posible que me engañe y este pretendiendo un ligero reconocimiento por haber reunido materiales dispersos que son de dominio universal, gracias a la web y a la simpatía intelectual que cunde entre los literatos.
Ya con la mente un poco a la deriva, estos zapatos que correr no pueden pero sí pegan saltos de sitio en sitio, me recuerdan una cancioncita en catalán que mi abuelo, que había nacido en Barcelona, solía cantar y que suena (transliterada) así: "los sclaus de deus fangaban / sant shuán li eran grant/ sant peré, iba careras / con el triquitriquitrac" (perdón a los catalanes por mi torpeza de transliterador)

Para quién quiera seguir los pasos de los zapatos de Monsieur Teste, dejo los links, que más allá de trazar una sospechosa coincidencia, fue para mí una grata sorpresa:
[Post scriptum: Aterradora coincidencia. ¡Acabo de darme cuenta que mi post es del 9 de agosto del 2007, es decir, hace exactamente 3 años! ¿No será cosa de satam alive, no?]

viernes, agosto 6

Superenjambre


Una noche de abril, luego de realizar mi habitual y mecánica extracción y lavado de lentes de contacto, al momento de guardar el líquido en el botiquín, pensé que estaba trasladando átomos de plástico de un lugar a otro. Es más, que yo era otros átomos (en el sentido griego, es decir, puntos de mínima unidad de materia energizada) trasladando otros átomos diferentes de un lugar absoluto del espacio a otro, y que como contrapartida, en otro sector del universo, semejantes traslaciones de energía destructiva (para mí, que lo veo desde mi escala nimia) fluían de la misma manera, pero con "menor" complejidad mental (esto es difícil de expresar: mi mundo de compuestos es más real y presente, más complejo y abigarrado que lo que produce, en cuanto a forma y belleza, un agujero negro que va desarmando las cuentas luminosas de un collar constelativo).
Entonces, merced a esta "simplificación" (yo átomos, y la botella de líquido: átomos trasladados de un punto absoluto del espacio a otro), toda mi historia, lo real percibido se transformaba en una pintura impresionista, un hormigueo de puntos sin conciliación de linealidad, todo se transformaba en un superenjambre.

Esa descomposición en superenjambre, tal vez, pudiera ser sostenida (experimentalmente) para escribir un cuento, en el punto de vista de un hombre, digamos, por ejemplo, un químico y su título aflora en mi mente, a la manera de Bartleby, el escribiente, o más adjetivado: Jacques, el fatalista, no sé, algo así como Browniann, el químico (un título con un discreto bruñido decimonónico o positivista). Por supuesto, es una especie de extrañamiento o personaje lumpen, nada original si se piensa en Camus & Sartre.

Pero veamos, hay dos conceptos germinativos en este apunte un tanto apresurado: a) el superenjambre; b) las percepción impresionista (de alguna manera, el texto impresionista)

Dejémoslo estar. A lo sumo, es un balconeo existencial que retrata muchas de mis noches, en las que un acto repetitivo como esta simpleza de sacarme los lentes de contacto o cepillarme los dientes, me recuerda la aproximación inexorable de la muerte.

[Días después de mi epifanía impresionista, vi un documental de NATGEO sobre Nanotecnología donde un entrevistado decía "sólo somos patrones de átomos". La foto de este post pertenece a Richard Barnes, de su trabajo Animal Logic]