miércoles, noviembre 7

Antonio Di Benedetto: lectura en 2 movimientos


Cuando en mi lectura, entré en el último cuarto de Cuentos Completos de Antonio Di Benedetto (editorial Adriana Hidalgo), me pareció que, saliendo de los enfoques críticos que hablan de la fragmentación, la microhistoria y cierto estilo que se nutre de la elipsis y los diálogos de la apatía (esta última es una fuerte componente que habría que considerar, cierta “apatía existencial”), me sorprendía la notoria ruptura cualitativa entre los textos antes de la detención y luego de la detención del escritor durante la dictadura militar. Ahí se ve una fractura peculiar que, de alguna manera, le llevaría al silencio y a las reediciones, como quién vuelve a la inocencia perdida. “Sombras nada más” es una novela pesada, con poco vuelo, abandonada al tránsito de las librerías de viejo. Salvo “Aballay”, los cuentos de “Absurdos” y “Cuentos del Exilio”, tienen la misma debilidad, como si estuviesen extraviados, exiliados de sí mismos.

Por supuesto, era una apreciación tentativa. Digamos que veo un “problema”, un punto de inflexión a analizar. Por cada periódica relectura que hago de Di Benedetto, me parece que uno de sus mejores cuentos, especie de summa literaria, es un texto poco antalogado pero que habla de esa extraña filiación entre la ficción y la realidad, entre existencialismo y género fantástico, que es “Falta de Vocación”, en “Cuentos Claros”. Y la novela de mi preferencia es “El silenciero” y el comienzo de “Los suicidas”.

Y un buen día, por fin, llego a la página 700. Termino el grueso volumen de Di Benedetto.

Ejemplificando mi presunción anterior, doy con una cita que anticipa mis reparos de lector. Di Benedetto escribe en un cuento llamado “El Pretendiente”, publicado en 1983 (es decir, perteneciente a la época posterior a su detención en 1976) lo que sigue:

“De cualquier forma, prefería los sueños de otra época, los sueños creadores que le ayudaban en su trabajo. Ocupado con soñar espantos, se le han ahuyentado del sueño aquellas ensoñaciones que favorecían la emanación de una fantasía, la formación de la sustancia que él podía convertir a historias para ser contadas.”

Por otro lado, el último cuento que es un inédito llamado “Muy de mañana, en el cementerio”, cierra el volumen con un estremecimiento poderoso que bordea la tristeza (y que me hizo pensar en las cabezas criogenizadas, pero en grado tan sutil, que lo diferencia y lo acerca a las costumbres bárbaras de una tragedia griega.)

martes, octubre 23

Best-seller (un comment recobrado)

Hace tiempo y allá lejos, leí alguna que otra novela de Stephen King; en mi adolescencia: toneladas de esos libritos de ciencia ficción que vendían en los kioskos, leí la saga africana de Wilbur Smith; me divierten y sorprenden las dos primeras novelas de Andahazi. Toneladas de policiales del “Séptimo Círculo”. Toda la ciencia ficción de Minotauro.
Pero he dejado de leer los Best-Sellers (a menos que no tenga nada que leer), porque el tiempo se angosta, y es preferible agarrar alguna novela de saldo de Conrad o sacar algún libro de una biblioteca municipal, y sentirse un poco menos entretenido y un poco más desprotegido por las inclemencias del lenguaje. La curiosidad a veces me lleva a las primeras páginas del “Código Da Vinci”, pero leo unas pocas líneas y me siento como en una pobre excursión paga: todo está ahí, el sanguche, los baños, el sendero de 30 minutos, los 20 minutos de descanso, el punto panorámico para sacar mis fotos, el micro con música funcional; y no he sudado ni una vez, no me he sentido perdido, todo está bien señalizado, todo es predecible, todo cierra. Y encima pagué 60 pesos. Sí, lo leería, si tuviese que hacer una reseña y me pagan. Pero no gratis. Mejor sentirse extraviado, a la intemperie (como decía Juan José Saer.) Tal vez una postura un poco snob, un poco intelectualoide. No creo que sea del todo así, porque después de todo hay experimentos con el clishé o con los géneros menores que son interesantes (”Las sirenas de Titán”, de Vonnegut por ejemplo.) Pero fíjense que siempre nacieron a partir de las lecturas que el autor hizo de joven, de las cosas menores que hemos consumido de jóvenes. Arlt y sus lecturas rocambolescas. Vonnegut o Burroughs o Pynchon y sus lecturas de la revista de sf Amazing Stories. Nabokov y sus lecturas de Lewis Carrol (”Alicia detrás del espejo” prefigura estructuralmente a “La Defensa”, un de sus mejores novelas rusas, para mí una obra maestra.)

jueves, octubre 11

Nuevos fragmentos del discurso amoroso

[Imposible]

1. Siempre pensé, en mi primera juventud, cuando leía Olalla de R. L. Stevenson o cualquiera de esas célebres novelas de amores imposibles, que mi ingenio, mi capacidad para develar la núbil trama de la imposibilidad, podía salvarse con el lenguaje, con la previsión y el presentimiento de captar, a último instante, el aliento de aquella palabra que precediera al final.

Entonces, pensaba yo, con un pase retórico le cortaría las alas y me incrustaría en los ojos de la amada y toda imposibilidad sería sólo eco del pasado. Como en una carrera de obstáculos, yo sabría trazar mi camino directo a la salvación de aquel amor, aún cuando estuviese marcada la impronta, en nuestros rostros, de la ineluctable zozobra de la imposibilidad. Pero muchas veces luego, al sorprender mi alma el lenguaje, la palabra ineluctable, nada pude hacer para evadirla o tan sólo evidenciarla a mi amada, para que reconocida, pudiésemos salvarnos. Ya la veía aparecer, la sentía derrumbarse sobre nosotros como un ave negra, como el torvo cuervo poético; pero a ella la eclipsaba la ceguera. Siempre pensé que podría apresar la bestia de la disolución, pero es engañosa y esquiva. En su invisibilidad, una vez captada por los hombres, ya presas, se abandonan a sus fauces. Y yo me abandoné, advertido pero vencido de antemano, también…

[Fantasma]

2. La presente amada no es aquella a quién amé. La busco pero es huidiza y sólo se apresencia, dolorosa e instantáneamente, en las cosas que pertenecieron a nuestra historia: el mar, un día de perfumado cobre, el banco garabateado de una plaza, un trazo de su mano, el leve indicio de un recuerdo, una foto y aquella rosa disecada que es la misma rosa que corte para orlar su frente y que ahora se desgaja entre las páginas de un poemario adolescente. Y claro, pensé que encerrando todas esas cosas en una caja delicada, podría obtener aquella que ahora no existe. Sólo la continúa un fantasma presente que le roba los gestos, cierto timbre de la voz o la curva oceánica de su cabellera incendiaria. Obviamente no es ella; me habla distinto y no me veo reflejado en sus ojos.

Entonces no puede existir ese artificioso desenfreno del ser. Lo irrecuperable no puede apersonarse en lo que lo continúa. Debe morir, y yo seré quién corte su fantasma con mis manos.

domingo, septiembre 16

Damero

Creo que la primera vez que se me ocurrió, estaba bebiendo una ginebra en un bar oscuro y viejo de Esquel. El hecho de que estuviera tomando esta bebida, por demás tan novelesca, se debía a que me encontraba en una de esas situaciones tan literarias, o má bien, de aquellas que uno quiere llenar de literatura: lamentaciones, rabia, blasfemias, un pobre corazón roto que no deja de juntarse en pedazos y volverse a quebrar de mil maneras diferentes. Siempre nos decubrimos tontos cuando nos miramos con la distancia del recuerdo. Lo cierto es que me sentía un infierno caminante y creía que el único combustible para ahogar sus llamas era otro líquido igualmente llameante. Así que a cada trago de ginebra, sentía su incendio y dos torpes lágrimas se me escapaban; más por reacción física que sentimental.

Dos hombres grandes, a pocos metros de mi mesa, jugaban en silencio a las damas. Seguía entre atento y hostil el movimiento meditado de sus piezas y sus manos. Entonces, ahí se me ocurrió la forma del infierno. O más bien el emplazamiento topográfico del infierno. Imaginé (de ahí en más), que la sucia guerra espiritual entre ángeles y demonios se daba sobre el espacio limitado de un damero. Que cada escaque oscuro del entafilado era una zona del infierno, como si fuese el piso de madera de un cuarto del infierno. Todo un entramado de cuartos separados, pero soldados por sus cuatro vértices, unos con otros.

Ésta fue mi primera visión de un infierno: lugar que aún mi mente no había amueblado.

Sé que dirán que tengo una imaginación enfermiza; no por esta visión poco original de un infierno a medida de mis aspiraciones artísticas, si no por lo que voy a decirles ahora.

Meses más tarde, leyendo un diario en Buenos Aires, leí lo de aquellos niños de 9 y 10 años que asesinaron a sangre fría a otro de 3. Lo pienso y se me eriza la piel. Ese día completé mi visión. Ese día sentí y vi perfectamente que esos cuartos, eran los cuartos de los niños.

No puedo evitarlo; veo sobre la madera oscura del entafilado el desorden: los juguetes olvidados, los colores chillones, los muñecos inmóviles como incubos y súcubos; los artilugios de la muerte en lo oscuro, de los asesinos y sus crueldades que se apoderan como espíritus de los soldaditos de plomo, de los carritos, de las muñecas mutilables que habitan las cunas mecidas por la noche.

El cuarto de los niños. . .

jueves, agosto 9

Monsieur Teste o el cazador de uno mismo


Recuerdo cierta noche, paseando lentamente bajo los pasajes de París a fin de guarecernos de las estrellas frías, a Monsieur Teste diciéndome:

“Hay que convertirse en el cazador de uno mismo.”

Entender esta frase (luego de años de rotarla en mi mente como una piedra erosionada), es vehiculizar una imagen dinámica que contenga esta continua precipitación. Ser la imagen dual y potente, en infinitesimal unidad, de una gacela, un león y el escenario móvil, fluyente, obstaculizante y a la vez cómplice en escapes de una sabana africana.

Pero en detrimento del exotismo poético, la imagen que mejor asalta mi comprensión de un “cazador de sí mismo”, es la de un perro tratándose de morder la cola.

Fíjense que, de dos animales no continuos y desparejos en vitalidad, nos hemos topado con un solo animal, más bien flacucho, pulgoso y tontamente ladrante que provoca nuestra risa y nuestra sorpresa (¿por qué se quiere morder la cola? ¿Piensa que es otro perro el que se le escapa? ¿Por qué se pone tan serio y enojado, si es todo una payasada para contentarnos? ¿O no lo es?)

Noten que en un mismo cuerpo, conviven dos intenciones musculares opuestas y distintas: la boca que larga el tarascón, la cola que se repliega salvándose por pocos centímetros de ser mordida. Un fenómeno parecido (siendo improcedente pensar en los dos hemisferios del cerebro) es la ejecución de las fugas de J. S. Bach. Si bien cada nota, en ambas manos, sigue una mecánica consonante y ordenada, a la escucha parecen dos melodías que se atacan, se duplican, juegan, se deslizan y se contestan en forma independiente (a dos, a tres, y más voces.) De repente, de un mismo músico, se desdoblan dos ejecutantes autónomos y cinegéticos. . .

“Como un ave que arrastra la bala que abre el espacio menos denso de su fuga.”

lunes, julio 30

Borges, Bolaño y el C.G.

Leo el artículo de Damián Tabarovsky en Nación Apache
.
Realmente, los fragmentos que Mastronardi escribió sobre Borges, publicados en el suplemento La Nación, a mí me parecieron decepcionantes: más de lo mismo. La anécdota que comenta sobre la competitividad entre el bombardeo de Londres versus la recepción de “Ficciones”, me pareció menor y típica. El aura mitológica que Borges arrastra tras de sí siempre lo presenta, a través de sus epigonistas, con su usual mordacidad intelectual o su falsa modestia. Hay una dimensión difícilmente biografiada: la de la acción y no la del discurso. ¿Quién siguió de cerca las escapadas del joven Borges a los suburbios? ¿Quién puede narrar las dudas, titubeos y tentaciones de Borges a la hora de escribir? ¿Qué hay de esa huella de la vacilación, la cual, sí puede rastrearse a lo largo de los diarios de Kafka? ¿Cuál de sus argumentos comprimidos, sus microuniversos anidados durante el último tiempo, le hubiera gustado expansionar más allá de las tres páginas (límite periférico de su memoria dentro del cual podía moverse sin trastabillar)? Y no hablemos de sus titubeos con las mujeres, comentados por ellas hasta el hartazgo (el exitoso mujeriego de Bioy, el impotente y tímido Georgie), que ya no nos interesan. Que nos hablen de los riesgos de la escritura. ¿Corrió por las calles pegando su revista mural en fachadas ajenas? ¿Alguien le dijo, que después de “Ficciones” y algunos otros cuentos de “El Aleph”, se estaba repitiendo, que tenía que ir más allá de sus contenciones en “tres o cuatro argumentos”, más allá de circunscribirse a la Eneida y a la Odisea? (me parece que “El Hacedor”, para quién lo traiga a colación, es un libro menor aunque muy bien escrito: no hay riesgo en sus argumentos ni en su estilo ya consolidado, menos barroco.)

Hay algo perturbador y sintomático en el límite que impone esos dos libros de cuentos: Borges mismo no puede traspasarlo y tampoco “ningunearlo” (como sí lo hizo con sus primeros libros, hasta llegar a no permitir su reimpresión.) Como el zahir, no pueden ser olvidados, son “memorables” por exceso. Entonces, parecia no quedar más remedio que escribir contra Borges (¿y aquí, no está ese pequeño acto dramático que representa Borges cuando se encuentra con su doble más joven: la imposibilidad de traspasar su escritura pinacular?)

En otro momento, tal vez comente con más detalle mis impresiones sobre “Derivas de la Pesada”, de Roberto Bolaño, artículo que de alguna forma, se acopla con ese camino vedado, esa virtual “prohibición” de acercarse al blackhole que es Borges. Ese artículo inteligente e insolente que escribe Bolaño, reeditado en “El secreto del mal”, establece una lectura crítica del estado de situación del mapa literario argentino, más luminoso y provocativo, más estimulante a la reflexión, que el que estableciera en su momento Tabarovsky con su “Literatura de Izquierda.” En vez de la polarización reduccionista en bandas de escritores menores, Bolaño detalla tres líneas que, una vez ocurrido el fenómeno Borges, parecieron bifurcarse ante los escritores argentinos: Soriano, Arlt y Lamborghini. Bolaño, un escritor que podríamos catalogar de izquierda (manifiesta, aunque desencantadamente, de izquierda) según el espectro Tabarovsky, luego de definir esta triada como “La Pesada”, propone, urge, reclama “volver a Borges.”

¿No da qué pensar? ¿No es acaso lo que leemos, en las generaciones medias y en las nuevas, el producto de esta insistencia, los vástagos cada vez más exhaustos, cada vez más “disfuncionales” de una familia incestuosa? Trato de pensar críticamente este llamamiento de Bolaño, tratar de percibir en todo su paneo genealógico la verdad “porcentual” de su diagnóstico. Porque, seamos sinceros, no hay escritor argentino que nos sorprenda hoy. No hay riesgo, sólo merodeo por los “márgenes”, por lo marginal. Por lo emotivo, por el desencanto, por lo sórdido (S.A.L.) No hay centralidad en el mapa literario argentino, no hay foco. Y evitemos las posturas de “no necesitamos el centro”. Kafka proclamaba una literatura menor, pero él mismo está hoy en el centro de la literatura. No es una distinción “menor”, hay que pensar con detenimiento esta sutileza casi inexpugnable. El centro, lejos de evocar los manidos lugares comunes de la Crítica, no es la centralidad política, no es el podio autárquico, no es la voz pública ni la magnitud en ejemplares vendidos. El centro, es el centro resultante de fuerzas, el punto de gravedad de los físicos. Cada fuerza que se agrega a esa composición de resultantes, cada voz rectora, estilísticamente y argumentalmente distintiva que se agrega, mueve el centro a otra parte. Hoy por hoy, me parece intuirlo, ese centro no se mueve en la Argentina. Las fuerzas que se van sumando no desestabilizan el conjunto.

También hay que considerar que no siempre estamos lo suficientemente enmangruyados para percibir hacia dónde oscila la estructura, qué fuerza se ha agregado; siquiera si hubo movimiento. Sólo podemos intuirlo. Bolaño ha sido una de esas fuerzas desestabilizantes (y no lo digo ahora que está muerto, sino cuando apareció “Estrella Distante” en la línea del horizonte.) Mucho se dijo por ahí que Juan José Saer, nuestro petit proust, ocupaba ese centro y que ahora estaría bueno poner a César Aira en su lugar (de alguna manera es razonable para este carnaval bajtiniano reclamar un rey bufón). Pero también intuimos, como lectores desencantados, que ese centro no puede ser ocupado, porque al igual que el trono de reinos inestables, es temido, “ninguneado” y congelado como un iceberg eterno.

sábado, julio 14

Breviario de Amotinados 14

Sabes que hay toda clase de geniecitos maravillosos. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo era niña había unos objetos llamados “nonnons” que eran muy populares, y no sólo entre los niños, sino también entre los adultos, y, sabes, con ellos venía un espejo especial, no simplemente combado sino completamente distorsionado. No se sacaba nada limpio al mirarlo, era todo confusión, y sin embargo su forma no había sido deformada al azar, sino calculada de manera tal que. . . o, mejor aún, para combinar con su deformación, ellos habían. . . no, espera, me explico mal. Mira, uno tenía uno de esos espejos locos y toda una colección de distintos “nonnons”, objetos totalmente absurdos, sin forma, abigarrados, llenos de agujeritos y nudos, pero el espejo, que distorsionaba completamente los objetos ordinarios, ahora conseguía resultados maravillosos, es decir, que cuando colocabas uno de estos objetos incomprensibles y monstruosos de modo que se reflejara en el incomprensible y monstruoso espejo, ocurría algo maravilloso: menos por menos era igual a más, todo era restaurado, todo estaba bien, y la informe mancha se transformaba en el espejo en una imagen maravillosa y concreta: flores, un barco, una persona, un paisaje. Uno podía hacerse preparar su propio retrato así, te entregaban algo que parecía una pesadilla y aquello eras tú, pero la clave para revelarlo la tenía el espejo. Oh, recuerdo cuan divertido era, pero también asustaba un poco –¿que pasaba si de pronto no aparecía nada en el espejo?- tomar un nuevo e incomprensible “nonnon”, y acercarlo al espejo y ver la propia mano hacerse pedazos al mismo tiempo que el “nonnon” se transformaba en una nueva figura, tan, tan clara. . .
Vladimir Nabokov, Invitado a una Decapitación

lunes, julio 9

Beckett muere



Pienso en la novela (o “antinovela”, como pretenden llamarla los críticos; yo, más bien diría, un finis terrae de las expansivas hectáreas de la Literatura) de Samuel Beckett: El Innombrable.

En ella discurre infinitamente un monstruo, un hombre del que queda sólo un tronco sin contacto más allá de su propia mente, un hombrevasija que únicamente puede hacer eso: monologar incesantemente. Esperando callar. Entorno a él, giran los personajes que él mismo ha creado (los protagonistas de las dos novelas anteriores de Beckett que, con ésta, forman un perturbador tríptico), y que ya inservibles por no poder representar sus experiencias indecibles, gravitan igual que satélites chatarra.

Este inmóvil “hablar” de aquello que se pretende hablar o escribir, es el monólogo subterráneo del autor en cualquier texto literario. Lo imagino imagino como una banda de baja frecuencia, intuído como el bordoneo percusivo de tambores remotos, y que acusa el sonido humano del pulso del autor. Puesto que el pulso es como un timer, como un relé, indica que el tiempo transcurre, pero a su vez, que está por finalizar. En vez de zarandear como un despertador, cuando suene su última onomatopeya, aquietará: el autor habrá de silenciarse y retornará a su oscura habitación privada. Es iluminador, para percibir este monologar infinitamente por debajo de la ficción escrita, la siguiente cita de Michel Foucault que extraigo de su texto El Lenguaje al Infinito:

“Es preciso hablar sin cesar durante tanto tiempo y tan alto como ese ruido indefinido y ensordecedor; más largo tiempo y más alto para que al mezclar su voz con él se llegue, sino ha hacerlo callar, sino a domarlo, al menos a modular su inutilidad en ese murmullo sin término que se llama literatura. Desde ese momento no es ya posible una obra cuyo sentido sería cerrarse sobre sí misma para que hable sólo su gloria.” Ese “ruido ensordecedor”, como lo llama Foucault, es el mismo que sentimos a veces por la noche, el mismo que acicateaba y acorralaba con veladores e insomnio a Nabokov.

Entonces, decía, este incesante monologar en El Innombrable, es como una banda pulsátil de graves casi inaudible. Por sobre ella, se alza el vapor de la trama, personajes, lenguaje y pensamiento.

Por debajo de las palabras de lo otros, late como un acento, la pulsación del autor. De quién vence el silencio porque tiene que hablar para vadearlo y señalarlo.

martes, julio 3

R I C E R C A R



Escucho los 24 preludios y fugas de Dmitri Shostakovich, interpretados por las cinegéticas manos de Keith Jarrett, mientras enebro estas líneas entre sus cascadas que a la vez remiten a Bach y a la Rusia soviética como la confluencia de dos aguas procelosas. ¿No lo escuchan ustedes?

Es tal mi inercia impulsada por las corrientes del piano, tal mi sensación de absoluto ante la Fuga que pretende abarcar todo el espectro del oído humano, que me sorprende que no puedan escucharla conmigo, en simultáneo. La escritura es como una estrella muerta iluminando débilmente el cielo, pretendiendo a su vez incendiar con su calor el universo. Después de todo los antiguos hablaban de una música de las esferas cuya partitura imposible de imaginar diera cuenta de todo el movimiento estelar que murmura en sus goznes.

Shostakovich alrededor de 1950, con el modelo de esa maravilla compositiva que es El Clave Bien Temperado de J.S. Bach, compone 24 preludios y fugas que parecen piezas modernas y antiguas a la vez, personales y ajenas. Como si las enlazara a fragmentos bachianos y se deslindara de ellos hacia otros climas, fugándose hacia otras direcciones para volver a cruzarse con ellas: amantes persiguiéndose a través de un bosque frondoso.

Pienso en la Ofrenda Musical, aquella composición deliberadamente incompleta que Bach dedicó a Federico el Grande, Rey de Prusia, en 1747, y elaborado a partir de un tema musical que el mismo rey imaginó para la ocasión. El viejo Bach lo transformó en piezas a tres y seis voces: “Para dar idea de lo extraordinario que es una fuga a seis voces, baste decir que en todo El Clave Bien Temperado de Bach, constituido por 48 preludios y 48 fugas, sólo dos de las fugas están hechas a cinco voces, y no hay ni una sola a seis. La tarea de improvisar una fuga a seis voces podría compararse, por decir algo, a la de jugar con los ojos vendados sesenta partidas simultáneas de ajedrez y ganarlas todas. Improvisar una fuga a ocho voces está francamente po encima de las capacidades humanas” (cito a Douglas Hofstadter de su libro Gödel, Escher, Bach)

Sé que llegaré a un punto dónde me diga “todo no lo hice, pero sabía que iba a ser así”. Imposible que nos asignen un día de la marmota, y repetido hasta la extenuación, aprender a tocar el piano de una manera más fluida, dominar la ejecución y sus cromáticas posibilidades. Saliendo de la tríada existencialista que nos brinda el lugar común: tener un libro/escribir un árbol/plantar un hijo, me propongo un cuarto punto al que fijar mi residencia en la tierra. Si bien no tengo la energía humana para componer mi propio clave bien temperado a fin de conectarlo a esa galaxia Bach-Shostakovich de partículas imantadas, me dedico a aprender y tocar unos pocos preludios y fugas de Bach. Cada tanto, cuando visitó a mis padres, voy al piano después de tomar mi café con leche, prendo la lucecita sobre el pentagrama de mi ejemplar de El Clave Bien Temperado, y ataco como un cangrejo el Preludio XXII o el Preludio XXIV. Los memorizo, los pulo como un trozo de materia incandescente, me sumerjo en su agua antigua y futura.

Antes de morir quiero por lo menos haber tocado, de la mejor manera posible, una pieza breve y diamantina de Bach. Como quien desea acariciar la piel de una mujer bellísima e imposible. ¿No es fascinante que la música deba ser “tocada” en un piano? Cuando toco y me deslizo a lo largo de todas sus octavas, es como si multiplicase mis sentidos, como si pudiese ser más que uno. Y esa es la sensación que producen las fugas: que el músico se vuelve plural, que se cloniza de mínimos a máximos, de menores a mayores. Y a veces, tomo el volumen completo y paso las páginas con desesperación, como si hojease un libro ilegible y fascinante, los pentagramas intrincados. Toco unos compases al azar, pronto los pierdo, y en mi inercia, sigo con mis propias notas, mis matices, mis acordes menores, un tema que me brota de la conversación trunca con Bach. Y las notas se me degranan entre los dedos.

Me alejo del piano con un suspiro. Hice lo que pude por hoy y me siento un poco más tibio.

Papá me suplanta: reemplaza El Clave Bien Temperado por las Sonatas de Beethoven y ataca su ejecución con paciente melancolía. Me alegra no estar sólo en este combate y se lo expreso apretándole levemente un hombro.

Y escucho…

Como ustedes pueden escuchar a Shostakovich a través de Jarrett ahora, ¿o no lo escuchan?

lunes, junio 18

La Barbaca


Para que todo diseño pase a construirse necesita su piedra fundamental: su anclaje a la realidad. Bien sabemos que no siempre se dan las condiciones favorables para ejecutar un proyecto, siquiera para encarar el estudio de suelos. Sin embargo, La Barbaca es el único diseño que no precisa piedra fundamental, siendo instantánea como una sopa y potencial como un avión en pista. La concibió en 1969 el arquitecto argentino Pedro Scherzovic, atento a las tendencias experimentales de la época (la fragmentación, el montaje y la estereofonía), a través de la simple idea de ensamblar en una gran construcción, distintos edificios ya existentes de la ciudad, resultando un extraño castillo facetado y eterno.

Suele suceder que la propia desmesura de los proyectos más ambiciosos (tales como La Sagrada Familia de Gaudí), los llevan casi siempre a la incompletitud: en parte por los presupuestos iterativos, los adicionales inflacionarios, los conflictos internos del ruidoso gremio de la construcción, pero aún más, a causa de los tiempos de ejecución que se expanden como lombrices sobre las gráficas de Gantt, devorando la propia vida del constructor. Scherzovic temió dejar, aunque virtual, una obra inacabada para la sola admiración de los amantes de la vajilla rota y la erosión.

Por esa razón, se dedicó en una primera etapa a definir los límites precisos de La Barbaca, eligiendo el montaje de edificios que le asegurasen perennidad, ya sea por su carácter histórico como por su importancia funcional, sin eclipsar su personal visión estética que los integra como un solo edificio. La segunda etapa fue simplemente postular que la composición arquitectónica creciese desde adentro: cualquier combinación propuesta por él o por sus colaboradores, expandiría la estructura interna sin avasallar los límites prefijados. De esta manera, resolvía una construcción en continua mutabilidad, creciente como el universo en expansión. Aunque él muriese, no dejaría de estar completa.

En Zabala y Tres de Febrero, en el barrio de Belgrano, puede verse uno de los vértices de La Barbaca: “el Zigurat Norte”. Edificio originalmente construido por el Ingeniero A. de Ortúzar, configura a pesar de su austera línea geométrica, uno de los más interesantes hallazgos de Scherzovic. Si uno toma alguno de los colectivos que van a la Estación del Bajo Belgrano, yendo por la Avenida Juramento, y apoya la cabeza sobre el respaldo de su asiento, verá irrumpir como en el claro oportuno de una fronda edilicia, ese vértice casi flotante que erige una breve pirámide escalonada sobre un festón de tejas españolas.

En la nave sur de La Barbaca, uno de los inmensos ventanales da al maravilloso “Patio Morlock” (llamado así en honor a H. G. Wells, su escritor admirado): un paisaje de boscajes achaparrados entre mesadas de cemento gris que puede visitarse junto al Lago Quillén, a 46 kilómetros de Aluminé, Rio Negro.

Una solución técnica muy ingeniosa, fue el de las columnas. El equipo de ingenieros las transformó en “rótulas” cumpliendo una doble función: torres donde los planos pudiesen pivotear libremente como sobre goznes bien aceitados. Por ejemplo, la Rótula 35, ubicada en Avenida del Libertador y Callao (hoy Museo MARQ), es una de las columnas principales que sustenta la inmensa bóveda del Salón de Fiestas, y a su vez, permite el giro del ala norte hacia la nave central.

Más complejo es concebir la identidad y consistencia del proyecto, pero al ver los planos de La Barbaca que se pliegan como pantallas de un hipertexto (vegetales y copias heliográficas superpuestas e imbricándose), la continuidad y armonía de los espacios y líneas hacen un “todo” en la mente del profesional que contempla y estudia cada detalle. La complejidad va más allá del mero enlace de simetrías, puesto que allí dónde se articulan, se estudiaron las instalaciones sanitarias, la luminotecnia, el cableado eléctrico, etc., a fin de mantener la continuidad de los perfiles y pendientes, diámetros y presiones, los voltajes, la circulación del aire y los gradientes de temperatura.

Ustedes dirán que hasta aquí, es sólo el delirio de un copista medieval, de un artista del collage arquitectónico, un coleccionista de rompecabezas. ¿Dónde está la potencialidad de esta nueva forma del diseño, acaso más ingeniosa que creativa?

Pedro Scherzovic sostiene que en el Futuro anida la posibilidad de una tecnología de plegado espacial: una técnica que permita pliegues instantáneos entre los espacios. Entonces, su Barbaca será el “lugar” experimental que se preste con mayor precisión y belleza a tal manipulación fantástica. Asegura que esto es tan posible como la extinción de la especie o la conquista de Marte, tan o más posible que ver que la chorreadura involuntaria de un tintero Pelikán escribe nuestro nombre: siempre estará dentro de la cola extrema de una campana de Gauss.

Por ahora sólo es un sueño, una arquitectura potencial. El día que exista esa tecnología hoy inconcebible, La Barbaca se armará instantáneamente con la solidez de un gliptodonte, y muchos nos veremos adentrados en ella, habitándola como fantasmas convocados.

jueves, junio 7

Uno


Dios, jamás entendí esa necesidad por escuchar desde el principio cualquier historia que nos quisiesen contar, como si la única forma de que una flecha llegue a destino sea la de sostenerse punto a punto sobre una trayectoria que nadie puede ver. Como lo mío es el dibujo y las artes visuales, me recuerda la forma en que el público recorre una galería de arte. Si prestan atención en ello, verán como la gente se traslada cuadro a cuadro, tratando de componer un film imaginario que les pueda indicar el sentido de la serie. Por eso traté siempre de ir sólo a una exposición que fuera de mi interés; porque de las veces que recuerdo haber ido acompañado, me sentí tirantado por esa órbita preestablecida en la continuidad de las paredes y la uniformidad de los espacios. Yo creo que uno tiene que entrar un poco ciego, y dejarse asaltar por la súbita visión de una pintura; algo así, como jugar a la gallinita ciega: plantarse en el centro del salón, girar una cantidad de veces, y lanzarse al tanteo de una forma fugaz pero apremiante, como hacia una mujer que guía con su aliento, cada vez más jadeo, cada vez más ardor.
Nunca la memoria ha ordenado con eficacia la concatenación de hechos que forman nuestra vida. Solemos pensar que ajustada la relación de causas y efectos, el sentido surgirá como un fantasma convocado. No es así. Y se los puedo decir, porque muchas noches me he puesto a barajar esas fotos que conservó en mi mente, y llego a un punto en que no sé a qué juego estoy jugando; pero creo que lo más terrible, es tener la sospecha de que no es a un solitario. Hay visiones hermosas, hay visiones espantosas de mi viaje a Venecia; algunas las he bocetado en la medida que se sostuvieron en el tiempo para ser apresadas, algunas se han vuelto tan agresivas y fugaces como latigazos. Pero hay una, injertada en el punto más agudo de mi nuca, a la que temo mirar más que a ninguna, pero cuya atracción es tan grande que draga mis fuerzas. Es como un agujero negro, una perforación en la línea de mi vida que lo succiona todo: mi pasado, mi futuro y mi presente.

martes, junio 5

Brevario de amotinados 13

Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana, notó que, en este lugar, había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvío a crecer. Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz, vio que el chico era el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi abuela se fue debilitando y, al tiempo, murió.

Antonio Dal Masetto, Primer Amor

Un hallazgo de V.

sábado, mayo 19

Nabokov & antiNabokov

Nabokov es, en mi opinión, un excelente escritor, y un lector por lo menos particular. Usaba la “crítica” (que no se acerca siquiera a la académica) como arma de diferenciación contra aquello que se le asemejaba. Como un entenado malquerido que odia a su padre. Sus lecciones de literatura rusa o sus irritantes opiniones contundentes especialmente dirigidas a ciertos escritores, suelen sorprendernos por lo arbitrarias, por su carencia de juicio analítico, por su antipática adjetivación. A Henry James lo llamaba esa “lenta tortuga”, se jactaba de haberse adelantado a Kafka con su “Invitación a una decapitación”, dio todo un curso sobre el Quijote ridiculizándolo, manifiesto una y otra vez su desprecio por la inverosímil cháchara de malas conciencias de Dostoievsky, sorprendiéndose de su popularidad fuera de Rusia. Sin embargo, basta leer toda su magnífica obra para notar cuánto se acercaba a Dostoievsky (Lolita es la ampliación de un argumento germinal anidando en “Crimen y Castigo”. “El Doble” y todos sus criminales cuyas voces dominan como marañas de serpientes lo narrado, recuerdan las novelas rusas de Nabokov), a Henry James (con todo su repertorio de puntos de vista engañosos, sus artistas y escritores, sus argumentos más sutiles) y con Cervantes (con sus locos y obsesos por la lectura, sus historias “como muñecas rusas”, sus escenas entre la crueldad y la belleza.) A los tres los negó y vituperó. Todo asesino debe ocultar sus huellas. Después de todo, Borges lo hizo con Lugones. Lean “Las fuerzas extrañas” y verán el precursor tan temido. Por lo menos, Borges pudo arrepentirse públicamente. Odiamos a lo que nos parecemos, más aún en la competencia. Nabokov no es la excepción.

Harold Bloom habla de missreading, que traducimos “mala lectura”, una especie de operación que el escritor hace de sus lecturas para elaborar su estilo y su mundo imaginativo. Pero, para intuir una operación más simple y cercana, yo diría que es una corrección lo que opera en el escritor, una corrección de sus propios “clásicos” (es decir, sus lecturas rectoras, más admiradas). ¿Cuántas veces hemos leído aquel libro de nuestro autor predilecto, para descubrir una fisura en su pared vidriada, una amorfidad en su espejo que con una mano, si fuese agua, si fuese posible, podríamos remediar tan fácilmente? Entonces, algunos de esos lectores correctores, emprendemos esa nueva conformación lunar. Y creyendo haber sorteado los peligros en una acabada línea argumentativa o estilística, creamos nuestros propios errores, nuestras interferencias inadvertidas, nuestra bella arruga ontológica que otro perseguidor se verá tentado de corregir. Como en el principio de incertidumbre, tan famoso a los espectadores de Copenhague, toda línea argumental se verá desviada por nuestra mejor observación sigilosa.

Hace poco, releí “La dádiva”, última novela rusa que Nabokov llegó a completar antes de emigrar a Estados Unidos. Volumétrica, expansiva, múltiple, recorrida por un arco voltaico que va de Pushkin a Gogol, narra las impresiones de un joven literato emigree ruso en la Berlín de los años veinte, que prepara sus primeras armas en la escritura y en el amor conyugal. La conseguí en el Gandi más grande del D.F. en mi viaje a México en el imposible año 2000, y mantuve con maravillada alegría sus tapas amarillas como probablemente Nabokov lo hubiera hecho con una mariposa nocturna, pulviscular y monstruosamente blanquecina de pelos, capturada en un extremo del mundo y de la noche. Un ansiado único ejemplar en extinción. No fue para mí su mejor novela; aletea aparatosamente en su exceso metafórico, en su juvenil egocentrismo de novela de aprendizaje, en su streamconciousness aletargado y tortugón. Da ganas de “corregirla”, de desenredar sus bucles ostentosos. Pero sigue siendo admirable en su imperfección. Y en ella leo un pasaje inquietante: en un claro del bosque alemán, se encuentran dos personajes que hasta hacía poco se evitaban extrañamente, pero se admiraban con actitud refleja.

Dice el poeta Koncheyev a Fiodor, el jóven protagonista, en el último capítulo de La Dádiva: “Yo tengo costumbres diferentes, gustos distintos; por ejemplo, no puedo soportar a su Fet, y en cambio soy un ardiente admirador del autor de “El doble” y Los demonios, a quien usted está dispuesto a menospreciar. . . Hay muchas cosas de usted que no me gustan -su estilo de San Petersburgo, su tinte gálico, su neovolterianismo y su debilidad por Flaubert (…)”

Por otro lado, en el prólogo a la edición inglesa de esta última novela rusa, Nabokov aclara al lector “Desde 1922 yo vivía en Berlín, simultáneamente, pues, con el joven del libro; pero ni esta coincidencia, ni el que yo comparta alguna de sus aficiones, como la literatura y la lepidópteros, debe hacer exclamar “aja” e identificar al dibujante con el dibujo. No soy, ni he sido nunca, Fiodor Gudonov-Cherdyntsev; mi padre no es el explorador del Asia central en quien puedo convertirme algún día; nunca he cortejado a Zina Mertz, y nunca me he preocupado por el poeta Koncheyev o cualquier otro escritor. De hecho, es más bien en Koncheyev, y en otro personaje secundario, el novelista Vladimirov, donde advierto trazos sueltos de mí mismo tal como era alrededor de 1925.”

Esta cita me permite hacer una relectura del párrafo anterior. Es en Koncheyev y no en Fiodor que Nabokov se ve representado. ¿Nabokov admirando a Dostoievsky? Si bien, esta conversación entre Koncheyev y Fiodor es imaginaria, es decir, ensamblada con relamido gusto en la mente del protagonista (potenciando la ficción elevada a la ficción), no deja de ser una notable puesta en escena de lecturas críticas reflejas: Nabokov leyendo a Dostoievsky, Nabokov leyéndose a sí mismo. Los espejos, los engaños ópticos que tradujo a líneas textuales, eran los juguetes preferidos de Nabokov. Los usaba como puntos de vista narrativos (James), los usaba como vehículo formal, los usaba como dispositivos y trampas argumentales (“El Ojo”, por ejemplo.) Bello espejo es este párrafo que les acerco, donde vibra un Nabokov y un antiNabokov (y aquí reverbera el antiTierra de “Ada o el ardor”), con Dostoievsky en el medio (así como nosotros estamos entre el fondo y el delante de “Las meninas” leída por Foucault. Invisibilizados aunque necesariamente presentes).

Como si al emigrar, al pasar del ruso al inglés, de las letras cirílicas a las occidentales, por las mismas propiedades especulares de su notación, transformaran las lecturas, los precursores de Nabokov. Como atravesar el espejo, y lo que antes era diurno ahora es nocturno, y lo que me alimentaba hoy me da hambre. Ecosistemas antagónicos, engañosos sistemas de fuga, opiniones poco contundentes que nos enseñan a desconfiar. ¿Nabokov o antinabokov? ¿Qué doble es la réplica, cuál el original?

martes, mayo 8

Un microscopio sobre el Ulises de Joyce

¿Qué es la literatura realista?

¿Qué es el realismo?, ¿qué es la realidad? (me pregunto con Virginia Woolf desde “Un Cuarto Propio”)

Por ejemplo, en el Ulises de Joyce. Más de un crítico se vería en una situación difícil teniendo que afirmar que no es un texto “realista.” Pero si pensamos que la realidad está conformada tanto por el macrocosmos como por el microcosmos, es decir: la deriva de los planetas, las paradojas que enlazan agujeros negros y pulsares, la materia oscura como posibilidad, o bien: la multitud de las bacterias que se aprietan en una papila gustativa, los osos de agua durmiendo panchamente a través de los siglos en cuartos propios de milimétrica precisión, todo eso que nos es inabarcable, lo que se fuga hacia la centésima o hacia los pársec: ¿son éstas también entidades que representan la realidad? ¿No intuimos una dimensión “fantástica” en esta invisibilidad, sólo traída hasta nuestra visión incrédula a través de vidrios pulidos con perfecta curvilinialidad óptica? ¿Lo que se ve, es en lo que creemos “realmente”? James Joyce resuelve a partir de la forma del Ulises esa fuga, apretando entre los intersticios de un día común en la vida de Leopold Bloom, toda esa dimensión infinitesimal que comunica al microcosmos, al tiempo de Zenón. Es la cuña de lo “fantástico” la que, pródiga en intertextualidades, juegos de palabras y de estilos parodiados, abre la novela como una termita múltiple, dando porosidad a una trama cotidiana, y por ende, trivial. Ocurre una destrivialización a partir de una bacterización. La novela se va libando desde una óptica microscópica (como lo era la letra manuscrita de Joyce: mínima, es decir, la típica filigrana de un miope que acerca la vista al papel), mostrando las bacterias que, ese personal fluir de la conciencia, les permite medrar en los segundos del devenir, en la medianía de lo cotidiano.

La novela se vuelve tan porosa, tan habitada de un microcosmos bacteriano, que se torna sustentable como una balsa, pero a punto de ser carcomida por el tiempo, por el uso surffer del lector. Se sostiene únicamente por ser caja de pandora, por favorecer un microclima de personajes fantásticos en sus intersticios. Lo fantástico, esa cualidad dimensional de la realidad, es lo que la sostiene a medida que amenaza su supervivencia (se sustenta más una madera porosa que una maciza.) Mientras se la piense dentro de los límites de la realidad, no será agujereada de dolencias que la sumerjan transfigurada en pura sustancia fantástica.

Hábil artilugio o coartada de los realistas: algo que se sostiene en el medio tan sólo por su autoafirmación como “real”.

[Ejercicio de lector. Si el Ulises es una novela que se construye desde una microdimensión, ¿cual será esa novela que lo haga desde una macrodimensión? ¿La novela de un hombre cuyo transcurrir en la trama se vea abierta a una tiempo eónico, a un espacio en años luz? ¿Y que además se “quiera” realista?

A mi mente acude en esta hora gesellina, apretado de calor a medida que escribo este post en un cyber, una novela de Vladimir Nabokov: “Cosas Transparentes” (Transparent Things)]

Febrero del 2007. Villa Gesell, Costa Atlántica.

martes, mayo 1

Brevario de amotinados 12

Esa vez que la serpiente me mordió, viví una semana en un lugar terrible donde todo reptaba, las paredes y los pisos, todo. Pero eso no era más que una estupidez lisa y llana. Y, sin embargo, era una cosa peculiar, porque el verano anterior fui con tío August (él les tiene tanto miedo a las muchachas que no las mira; dice que yo no soy una muchacha. Adoro a mi tío August; somos como hermanos). . . fuimos al río Perla. . . y un día estabamos remando en ese lugar oscuro y llegamos a una isla de serpientes. Era verdaderamente pequeña: apenas un árbol, pero estaba repleta de culebras venenosas. Hasta colgaban de las ramas del árbol. Te digo que era escalofriante. Y cuando la gente habla de sueños convertidos en realidad, sé a qué se refieren.
Truman Capote, Otras voces, otros ámbitos

sábado, abril 28

El Wokie o la evolución instantánea


El avance tecnológico es tan avasallador que no nos da tiempo a la sorpresa. Recuerdo con precisión, en mi adolescencia, el estar fascinado con una ZX81 recientemente traída de EEUU como material superado. Tenía tan sólo 81 kb de memoria RAM, y había que apretar con sumo cuidado su teclado de cartón, puesto que enseguida se colgaba y perdía todo ese laberinto cuadriculado que veíamos mi primo y yo en el televisor blanco y negro. Ahora, uno sube a un colectivo bamboleante y viaja atravesado de ondas vibrátiles: celulares con computadoras y filmadoras incorporadas, “walkman”-mp3 que albergan miles de temas sin tener que bobinarlos con una birome. Pero en nuestro sonambulismo tecnológico adquirimos todo esto como en un sueño, poniéndonos de cabeza con la naturalidad de lo cotidiano.

Sin embargo, hay objetos milenarios que vienen del fondo de los tiempos para sorprender nuestro pensamiento como criaturas recién engendradas.

Mi hermana la menor fue quien me regaló una de ellas la navidad del 2005. ¿Quién lee los prospectos e indicaciones para armar, los manuales del usuario, cuando le regalan tecnología? Generalmente, al igual que los chicos, empezamos a tocar botones, a probar combinaciones, abrir y cerrar tapas, y terminamos por dominar con cierta solvencia el artilugio. Uno va a los manuales cuando tiene algún problema de funcionamiento, sino se va directo a un 0800 o a un amigo que sepa del tema. El conocimiento digital que van adquiriendo las siguientes generaciones, ayuda a desestimar los manuales y las instrucciones detalladas. Lo íconos nos guían como radio faros de una pista de aterrizaje. El regalo de mi hermana también venía con su ajustado manual, su listado de instrucciones, pero por sus características “evolutivas”, éstas eran insoslayables. No era un aparato tecnológico, sino una criatura dormida.

Queriendo estimular mi insipiente gusto por las artes culinarias, mi hermana me había regalado un Wok, y con la minuciosidad detallista que la caracteriza, lo acompañó de un librito sencillo, breve y fascinante que se llama “Cocine con wok. Recetas de Oriente y Occidente” de Lee T. Furikake. Imagínense, tenía en una mano ese hondo cuenco de hierro gris que pesa lo que un hacha, y en la otra, todo el Oriente y el Occidente. Los recetarios siempre son libros del exceso, aunque contenidos y potenciales en fórmulas mínimas. “Leé atentamente las instrucciones del libro”, me advirtió mi hermana la menor, “sino no vas a poder cocinar. Hay que curarlo bien.” “¿Cómo?”, exclamé divertido, “¿me lo regalás enfermo?”

Parece un chiste, pero bien pensado, no lo es. Sino lean con el detenimiento que puedan, las siguientes instrucciones para curar el wok según mi amigo Lee:

· Poner el wok a fuego fuerte y calentarlo hasta que cambie de color (de gris oscuro a gris claro o azulado).
· Lavarlo con agua fría y un poco de detergente, utilizando un cepillo de bambú o cerdas suaves para remover los posibles químicos quemados.
· Llenar el wok con agua, ponerlo a fuego fuerte y dejar que hierva por unos minutos. Luego, desechar el agua, y secar el wok con un papel absorbente.
· Verter media taza de aceite vegetal y poner el wok a calentar, a fuego fuerte, hasta que empiece a humear. Bajar el fuego y extender el aceite por las paredes del wok. Mantener el wok sobre el fuego durante media hora, aproximadamente, y luego descartar el aceite.
· Llenar de nuevo el wok con agua, dejar que hierva, desecharla y repetir la misma operación, dos o tres veces. Luego, secarlo.
· Extender un poco de aceite por toda la superficie del wok, y ya estará listo para utilizarlo

Intimidante, ¿no? El wok fue a parar a lo alto de la alacena y desde allí me miraba suspirando como un Gizmo. Después de todo, me sentía como aquel personaje de “Gremlins” que recibe al tierno y aburrido Gizmo con esas prohibiciones impostergables. También un chino, el Oriente, estaba detrás de ese quilombo a punto de estallar. Estuvo meses allí esperando, y cada vez que hojeaba el recetario me veía tentado a probar sus capacidades. Capacidades que estaban dormidas y que mi pereza por cumplir instrucciones tan rígidas, le impedían desarrollar. Finalmente hace unos pocos meses, y con la ayuda de mi hermana, cumplimos su destino. Lo que me atemorizaba era esa cíclica noria del fuego más fuerte, el agua y el aceite hirviendo. Quien haya estado trabajando en una fragua, sabe que la manipulación de metales al rojo vivo, puede traer aparejada llagas y otras incomodidades. Así que, a prudente distancia, vimos la vulcánica transformación del wok. Primero fue el lento cambio de su color a un azul eléctrico de peligrosa belleza. Luego el agua hirviendo burbujeando de rabia. Lo peor fue el aceite. Entre los estallidos y el humo negro que sumió la cocina en un olor fuerte y dulce como una sopa inglesa, nos vimos echados a ambientes más respirables. Al final, ahí estaba: el wok curado. Lo llamaremos Wokie. ¿Wokie Wuan Quenobi?

Al igual que un pókemon, irradiando rayos y centellas de color fulminante, había evolucionado. Y eso era lo raro: la necesidad de su evolución. Es extraño cómo esta idea de la descarga evolutiva, recorre permanentemente el imaginario oriental. Los pókemons, por ejemplo. ¿Qué diferencia hay entre éstos y la riña de gallos o la pelea de perros? ¿No están también ahí los entrenadores azuzando sus criaturas a un combate de rabia y dolor? Pero no. Momento. La diferencia está en que, en estos dibujos japoneses, sus criaturas evolucionan, se despliegan. Una bella idea que trasciende las figuras arcaicas de la riña y la apuesta bárbara e ilegal. Pienso en los origamis: esos dobleces intrincados que siglos de prueba y error han transformado en figuras maravillosas. Dicen que hay un origami como un bollito de papel que al arrojarlo al agua se despliega formando una flor, un nenúfar crepitante y súbito.

El tema del bollo y el despliegue es similar a un salto evolutivo (salto que, por otro lado, el profesor Jay Gould postula para un nuevo darwinismo.) Pienso, por ejemplo, en una serie de televisión que veía de chico: las aventuras de un héroe llamado Ultra 7 (precursor de alguna forma de los power ranger). Lanzaba pastillas que germinaban instantáneamente en criaturas rascaciélicas, trenzándose en una lucha pesada y ebria con un godzilla de ojos de papel y amenazando destruir Tokio (pesadilla recurrente pero poco destructiva como lo podría ser un tsunami.)

Más allá de la miniaturización incesante que la tecnología articula, de este afán de poner en un canal cinco canales, de apelotonar en un mismo botón los mass media, de escribir con células o de clonar bytes por millares en un centímetro cuadrado, en definitiva, de apretar todas las huestes angélicas del cielo en una punta de alfiler, están estos otros objetos arcaicos que nos rodean sin nosotros advertirlos.

Dormidos, delicados en su torpeza, patitos feos del intelecto y la funcionalidad. Olvidados entre la maleza como juguetes en casas de verano. Torpes y “enfermos”. A punto de evolucionar en medio de fantásticos efectos una vez que decidamos seguir la instrucciones. Y eso cuando las encontramos. . . Porque, después de todo, es posible que haya algunos que no traen instrucciones, esperando que demos con ellas.

Decime, mirá en derredor. Fijate bien y decime. ¿Cuántos wokies tenés vos?

sábado, abril 21

Una piscina plagada de pulpos

Hurgando entre mis papeles en busca de algún disparador, con la esperanza de postear algo que pueda ser interesante, mis mudos y mudables lectores, encontré un recorte del diario La Nación (redactado por Cecilia García Huidobro en el 2000), que en su momento me pareció sugestivo a la vez que anecdótico. Y dice así:

Francisco Umbral confiesa que muchos de los libros que llegan a sus manos terminan en la piscina de su casa. “Van directamente a ella en cuanto los hojeo. En verano, cuando llega el piscinero dice:´Oiga, señor Umbral, que aquí debe haberse ahogado un pulpo´, y me enseña una masa blanda. Es todo el papel que he tirado. En una página veo muy claro quién es escritor y quién está en el grado cero, quién redacta y quién escribe. Hoy todos redactan.”

No he leído nada de este escritor madrileño, sin embargo esta especie de tribunalicia instancia de lectura que acaso condene a un infierno líquido a la mayoría de las novelas actuales, me parece fascinante. Pienso que si bien una aplicación “farenheit 451″ es eficaz y terrorífica, “la muerte por agua” de un libro es más desoladora. Ahí tenemos un cadáver, lejos de la exquisitez, cerca de la ilegibilidad: las letras se borronean como el rimel de una muchacha que ya no nos ama. Y a pesar de que lo pongamos al sol, imbriquemos papel secante, lo apretemos una vez seco y desfigurado como un acordeón entre maderas prensadas, jamás será el mismo.

Pero también me impresiona, en este proceso de selección y condena, su severo juez a quién no he leído pero visualizo saliendo en piyama por la noche hasta el borde de su piscina de ondulados movimientos imperceptibles, para con un bufido, arrojar a la acción disolvente del agua el libro que hasta hace poco descansaba sobre su mesita de luz.

Por otro lado, suele sucederme, especialmente con novelas premiadas con jugosos billetes, el encontrarme percibiendo esta sutil categorización: “novela redacción”, “novela bien redactada”. Como esas redacciones que escribíamos en el colegio primario, donde cupieran todas las oraciones con sus conceptos gramaticales recién aprendidos y que veníamos practicando entre bostezo y tizaso. Sí, están bien escritas pero no han movido la basta oceanidad de la literatura hacia ningún lado. Como se dice popularmente. “no me movió ni un pelo”. Pero también, no ha intentado ir más allá de sí misma. Tal vez porque siendo buenos ejercicios de redacción, resulten las que terminan cargando con la bandera o con la faja de premiación. “Muy bien 10″, dice el jurado para alegría de editores, accionistas e instituciones bien pensantes. Imagino que nadie podría hoy seleccionar una novela como El juguete rabioso luego de acusar su mala redacción, aunque para el lector sensible resulte un excelente escrito, un mecanismo argumental y léxico, precisamente, “rabioso” e “inédito”. Podría dar ejemplos de lo que intuyo sean novelas-redacción, pero preferiría que afilen sus sentidos para que las detecten ustedes mismos.

Para dar un contraejemplo, recuerdo cuando leí por primera vez “Lolita”. Debo aclarar que no resultó ser, luego de años de leer de cabo a rabo a Nabokov, la novela que prefiero. Y su título, ahora indeleble, no me atraía cuando llegué a ella. Sin embargo, bastó que leyera el primer párrafo para sentir un escalofrío en el espinazo. Algo semejante, y sólo aproximado, a sonrojarse de deseo y de bronca. A veces, y para contradecir ese lugar común del selector que dice que “todo comienzo debe ser un anzuelo perfecto para que valga la pena seguir leyendo”, un comienzo puede producir una desorientación total de lector para terminar aupándolo al centro de su belleza estructural. Y pienso en Los cantos de Maldoror o en El Mundo Alucinante de Reinaldo Arenas.

Con cansancio jamás se puede abordar una novela de estas características. Asimismo, hay un mecanismo en la selección, que indefectiblemente lleva a la medianía. Si cada preselector, de alguna manera piensa en qué le gustaría leer al siguiente selector o al jurado final (que se conoce desde las mismas bases del concurso), o bien piensa cuánto cuadra en la línea editorial o en el historial de la editorial, terminan por optar por novelas bien redactadas (no digo gramaticalmente bien redactadas, sino temática y estilísticamente bien redactadas, es decir, sin “estilo”.) Generalmente “realistas” (si esta categoría escritural existe), reflejos de una experiencia sentida por todos, o bien por una minoría para acercarla, en definitiva, a todos. Ningún extremo. Ni que sea romántica, ni que sea sólo de acción, que no carezca de sexo y tampoco de reflexión. Es decir, cuántas más personas estén en el proceso de selección, el producto final será un promedio cada vez más chato. Las novelas premiadas irán pareciéndose más entre sí, y más aún a lo que cuentan los diarios o los medios masivos. La realidad mediática, que es nuestro punto común de encuentro, nuestro no lugar, intersección entre lo real y la ficción, paradigma de lo democrático, también lo es de la medianía. Y agravamos sus efectos promocionando los concursos literarios con cuantiosas sumas de dinero para contento de escribas, periodistas copipasteros que viven del tráfico de texto en bloque, estudiantes desesperados, analistas de marketing que creen poder reproducir productos como Harry Potter o aforismos existenciales a lo Paulo Coehlo, buscafortunas. Para muchos crédulos (yo entre ellos; caigo permanentemente en su guiño de pandora), los concursos se ven como puertas de acceso a la publicación. También, en su momento, me puse a analizar los ingredientes de las novelas premiadas y obtuve un decálogo para componerlas. Pero tranzar, producir esa medianía de fuerza, es alejarse de lo que uno realmente quiere escribir. Para quién no tenga esa facilidad “natural” del best seller, aún cumpliendo el decálogo, hará otro producto original, será otro perdedor. Y para mayor precisiones al respecto, le sugiero que lean un cuento magnífico de Henry James: La próxima vez.

En definitiva, para que algo cambie, debería pedirse en principio dos cosas a un concurso que realmente quiera encontrar un texto bien escrito, y no tope permanentemente con uno tan sólo bien redactado:

1) No ofrecer premios cuantiosos, sólo la publicación con sus derechos de autor correspondientes.

2) Los mínimos lectores de selección. Lo ideal sería uno sólo. Un lector personal, fuerte, exhaustivo, con quién medirse. Pienso en Juan José Saer, por ejemplo. Tal vez, el señor Umbral de mi recorte, aunque desconozco su imaginario estilístico.

Que un premio sea como anotarse a una cátedra. Uno elige por afinidad electiva y porque realmente le interesa la literatura y no especula con el premio final. La masa de volúmenes entregados, como bancos de cardúmenes orientados, irían proporcionalmente a cada autor afín. Unos cuantos irían a Sergio Pitol o a Saramago, miles a Paulo Coehlo o Rosa Montero.

Hay un argumento, una falacia que me hace gracia, y que la vengo leyendo por ahí: “si se compran por miles o millones una obra premiada, eso hace a su excelencia a pesar de la academia” (ésta última, cada vez más populista y mediáticamente oportunista.) Sin embargo, uno se olvida que la lectura es un efecto a posteriori a la compra. Una obviedad, ¿no? Existe un efecto domino, que nada tiene que ver con la lectura apreciativa del lector. Por ejemplo el de Harry Potter: si mi compañerito lo leyó, yo lo quiero leer para no quedar fuera del grupo, de los comentarios y juegos que se desprenden del libro. Como “El Gran Hermano”. ¿Quién puede decir que no lo vichó al menos una vez? Recuerdo que un amigo poco lector, tenía que comprar un regalo para otra amiga (encima ella cursaba Letras.) Fue a la librería, y sabiendo que la novela de Dan Brown se vendía como pan caliente, le compró otra del mismo autor, por si ya tenía El código Da Vinci. Me preguntó si era buena y a su amiga le iba a gustar. Le pregunté a mi vez, con simpatía: ¿si tenés un problema eléctrico no consultas con algún técnico? Sí, me contestó azorado. ¿Si tenés que regalar un buen vino no hablas con Jorgito que hizo un curso de catador? Sí. ¿Por qué no consultaste con un buen lector antes de comprarla?

Si cada vez que alguien tiene que regalar un libro consultara a un catador de libros, un especialista, un apasionado que lo lee todo (sí, también a Coehlo), el mundo del best seller de las novelas premiadas tambalearía. Pero no. Compramos el pan que todos compran, compramos lo más vendido: uroboros maléfico del consumismo.

Será porque es difícil dar con un buen lector en una librería, me supongo. Es difícil dar con un buen lector en un concurso, con su tiempo, su calma, su amplitud de visión. Hay pocos lectores que estén en puestos claves (en instituciones, en universidades, en editoriales) y que puedan sonrojarse, arriesgarse a promocionar un autor que los hizo estremecer. Tal vez sea cierto lo que dice Francisco Umbral, que no hay libros que sonrojen o den escalofríos en el espinazo; que después de todo, sólo queden novelas bien redactadas.

¿Seguiremos nadando en esta piscina plagada de pulpos o nos cansaremos de leer cada día un poco más?

viernes, febrero 23

Brevario de amotinados 11

Demasiado conocido es el caso de aquel pobre alemán enamorado del número tres, quién reducía todos los aspectos de su vida a una cuestión de tríadas. Una noche volvió a su casa, se sirvió tres tazas de café, puso tres cucharadas de azúcar en cada una de ellas, se cortó tres veces la yugular con una navaja de afeitar y con mano agonizante garabateó en la fotografía de su mujer: "¡Adiós, adiós, adiós!".

Flann O´Brien, Nadar a dos pájaros

Un hallazgo de Sergio Pitol


[Info sobre brevario de amotinados]