jueves, marzo 18

LA INCLEMENCIA

 “Time jump like a broken typewriter”

Naked Lunch, William S. Burroughs

   Se encontrarían en el restaurant de siempre. El vendaval que lo recibió al bajar del colectivo, había hecho de su paraguas un pájaro quebrado que ahora goteaba junto a la campera y la mochila, en una tercera silla. Venía de la Facultad. Como siempre, ella llegó con retraso, pero al verla acomodar su saquito de verano, sentarse con la cartera sobre las rodillas y desplegar una servilleta decidió pedir una cerveza. “Prefiero cenar con cavernet, si no te importa”, le dijo al acercarse el mozo. “Es una ocasión especial, ¿o no?”. Su rostro hermoso y mustio se le presentó como un problema de álgebra vectorial y trató de hacer foco en sus ojos violetas. Unas curiosas arruguitas tendían a cerrarlos entre el rímel, pero no había rastros de emoción. Una vez más quedó jaqueado al momento de pedir una suprema a la Maryland para compartir. Ella había pedido un ojo de bife braseado a las finas hierbas.

“Con el pelo corto y rubio te ves más grande, pero te queda bien”, dijo él un poco nervioso y esperanzado. “Vos te ves mucho más joven, pero no te queda”, se rió ella,  “Igual te salvaste. Por lo menos, te diste cuenta del cambio de look”. Suspiró y sumergió la mirada en su carterita negra. “Hagámoslo rápido e indoloro”, dijo mientras hurgaba en su bolso. Le tendió un anillo de oro. “Disculpame que te lo devuelva así, tan desnudo”, dijo y resolvió dejárselo sobre la servilleta, “La cajita roja hace tiempo que la tiré, No sé si la habré perdido en alguna mudanza…”. Luego puso toda su atención en cortar la carne jugosa, y se largó a hablar de los mellizos.

De vuelta a casa, el tiempo había mejorado aunque el calor lo agobiaba. A las diez cuadras, tuvo que sacarse la polera que le apretaba el cuello, No había elegido un buen momento para algo tan importante. Estaba seguro que el lugar era el adecuado. Toda su historia amorosa gravitaba en ese restaurant, aunque no había tenido la intimidad claroscura de otras épocas. Mañana podría intentarlo de nuevo. Solo era cuestión de tiempo.

Al abrir la puerta de la casa, todo era un caos.

Su madre lloraba en la habitación conyugal, echada sobre perchas y vestidos amontonados. No había hecho la cena y buscaba una minifalda para irse a bailar. En el sillón del living, agonizaba su hermana menor, mientras sonaba una orquesta de jazz en el combinado. Fue a la cocina y calentó un plato de hígado encebollado en el microondas. Cuando salió al patio brumoso, escuchó el zumbido de los alambres telegráficos. Llamó al gato para darle de comer. No sabía que para esas horas, el animal era solo átomos dispersos y sin vistas de integración. Miró el cielo lechoso y pensó que tal vez ella habría llegado a su casa para esas horas. Se guareció en el escritorio del padre para discar su número. La operadora no pudo comunicarla, aunque dijo que a través de la línea, se podía escuchar la interferencia de la tormenta marciana en el poblado de Yoknapatawpha. Fue al baño, y luego de aliviarse descorrió las cortinas de la ducha. Con disgusto observó el cadáver de su padre inmerso en la bañera quién sabe desde qué hora. Entró a su habitación y tuvo que echar a su hermano mayor que intentaba construir un robot con los Legos. Había intercalado algunas piezas dentales de la hermana menor entre los ladrillos azules. Le tiró una patada amistosa cuando salió.

            Cerró la puerta y encontró en su bolsillo derecho el anillo que ella le había devuelto y que ahora brillaba sin mácula. Luego sacó del izquierdo la cajita roja, mustia y áspera, que había llevado oculta para pedirle casamiento. Al abrirla, dentro de su interior de perla desgastada, certificó que no había nada. Insertó el anillo en la ranura vacía con cierto temblor. Aún le quedaban cinco cuotas por pagar, pero anillo y caja encastraban con la perfección de una paradoja. Cerró la cajita y la ocultó en el primer cajón del armario, bajo pares de medias apelotonadas. Luego, de puntas de pie, intentó dibujar una mujer desnuda sobre la superficie helada de la ventana. Cada tanto, la imagen parpadeaba gracias a los faros de los vehículos que rozaban los techos del barrio.

 

A la mañana siguiente, se sentó a leer el diario. El mozo le trajo un café con leche y dos medialunas de grasa. Afuera garuaba mansamente. Una nena entró en el restaurant. Buscaba a su abuelo y pensó que él podría ser un amigo del club. Le dijo que no, pero que si quería sentarse a esperarlo, le daría una de sus medialunas. Se preocupó un poco por ella cuando dijo que sí. Sus ojos tenían un brillo peculiar, a piedritas bajo el agua, y le trajo recuerdos vagos y erosionados. De tres bocados, la nena se terminó la medialuna. Él pidió entonces una chocolatada y dos medialunas más.

Con una mueca volvió a desplegar el diario tembloroso y, dirigiéndose a ella como si fuese un secreto incómodo e irrevocable, le susurró: “Se pronostica que el tiempo va a seguir inestable toda la semana”.