“Time jump like a broken typewriter”
Naked Lunch, William S. Burroughs
Se
encontrarían en el restaurant de siempre. El vendaval que lo recibió al bajar
del colectivo, había hecho de su paraguas un pájaro quebrado que ahora goteaba
junto a la campera y la mochila, en una tercera silla. Venía de la Facultad. Como
siempre, ella llegó con retraso, pero al verla acomodar su saquito de verano,
sentarse con la cartera sobre las rodillas y desplegar una servilleta decidió
pedir una cerveza. “Prefiero cenar con cavernet,
si no te importa”, le dijo al acercarse el mozo. “Es una ocasión especial, ¿o
no?”. Su rostro hermoso y mustio se le presentó como un problema de álgebra
vectorial y trató de hacer foco en sus ojos violetas. Unas curiosas arruguitas
tendían a cerrarlos entre el rímel, pero no había rastros de emoción. Una vez
más quedó jaqueado al momento de pedir una suprema a la Maryland para
compartir. Ella había pedido un ojo de bife braseado a las finas hierbas.
“Con el pelo corto y rubio te ves más grande, pero te
queda bien”, dijo él un poco nervioso y esperanzado. “Vos te ves mucho más
joven, pero no te queda”, se rió ella, “Igual
te salvaste. Por lo menos, te diste cuenta del cambio de look”. Suspiró y
sumergió la mirada en su carterita negra. “Hagámoslo rápido e indoloro”, dijo mientras
hurgaba en su bolso. Le tendió un anillo de oro. “Disculpame que te lo devuelva
así, tan desnudo”, dijo y resolvió dejárselo sobre la servilleta, “La cajita
roja hace tiempo que la tiré, No sé si la habré perdido en alguna mudanza…”. Luego
puso toda su atención en cortar la carne jugosa, y se largó a hablar de los
mellizos.
De vuelta a casa, el tiempo había mejorado aunque el
calor lo agobiaba. A las diez cuadras, tuvo que sacarse la polera que le
apretaba el cuello, No había elegido un buen momento para algo tan importante. Estaba
seguro que el lugar era el adecuado. Toda su historia amorosa gravitaba en ese
restaurant, aunque no había tenido la intimidad claroscura de otras épocas.
Mañana podría intentarlo de nuevo. Solo era cuestión de tiempo.
Al abrir la puerta de la casa, todo era un caos.
Su madre lloraba en la habitación conyugal, echada
sobre perchas y vestidos amontonados. No había hecho la cena y buscaba una
minifalda para irse a bailar. En el sillón del living, agonizaba su hermana
menor, mientras sonaba una orquesta de jazz en el combinado. Fue a la cocina y
calentó un plato de hígado encebollado en el microondas. Cuando salió al patio
brumoso, escuchó el zumbido de los alambres telegráficos. Llamó al gato para
darle de comer. No sabía que para esas horas, el animal era solo átomos
dispersos y sin vistas de integración. Miró el cielo lechoso y pensó que tal
vez ella habría llegado a su casa para esas horas. Se guareció en el escritorio
del padre para discar su número. La operadora no pudo comunicarla, aunque dijo
que a través de la línea, se podía escuchar la interferencia de la tormenta
marciana en el poblado de Yoknapatawpha. Fue al baño, y luego de aliviarse descorrió
las cortinas de la ducha. Con disgusto observó el cadáver de su padre inmerso en
la bañera quién sabe desde qué hora. Entró a su habitación y tuvo que echar a
su hermano mayor que intentaba construir un robot con los Legos. Había
intercalado algunas piezas dentales de la hermana menor entre los ladrillos
azules. Le tiró una patada amistosa cuando salió.
Cerró la puerta y encontró en su
bolsillo derecho el anillo que ella le había devuelto y que ahora brillaba sin
mácula. Luego sacó del izquierdo la cajita roja, mustia y áspera, que había
llevado oculta para pedirle casamiento. Al abrirla, dentro de su interior de
perla desgastada, certificó que no había nada. Insertó el anillo en la ranura vacía
con cierto temblor. Aún le quedaban cinco cuotas por pagar, pero anillo y caja encastraban
con la perfección de una paradoja. Cerró la cajita y la ocultó en el primer
cajón del armario, bajo pares de medias apelotonadas. Luego, de puntas de pie,
intentó dibujar una mujer desnuda sobre la superficie helada de la ventana.
Cada tanto, la imagen parpadeaba gracias a los faros de los vehículos que rozaban
los techos del barrio.
A la mañana siguiente, se sentó a leer el diario. El mozo le trajo un café con leche y dos medialunas de grasa. Afuera garuaba mansamente. Una nena entró en el restaurant. Buscaba a su abuelo y pensó que él podría ser un amigo del club. Le dijo que no, pero que si quería sentarse a esperarlo, le daría una de sus medialunas. Se preocupó un poco por ella cuando dijo que sí. Sus ojos tenían un brillo peculiar, a piedritas bajo el agua, y le trajo recuerdos vagos y erosionados. De tres bocados, la nena se terminó la medialuna. Él pidió entonces una chocolatada y dos medialunas más.
Con una mueca volvió a desplegar el diario tembloroso y, dirigiéndose a ella como si fuese un secreto incómodo e irrevocable, le susurró: “Se pronostica que el tiempo va a seguir inestable toda la semana”.